La ceremonia empezó sin problemas. Martín esperaba en el altar, con los ojos brillantes
mientras veía a Diana caminar hacia él. Todos aplaudieron cuando el sacerdote los declaró
marido y mujer. Luego, nos dirigimos al área del cóctel, donde camareros pasaban con
bandejas de canapés y copas de champaña. Los novios iban de mesa en mesa,
agradeciendo a los invitados. Pero fue ahí cuando comenzó lo extraño.
Primero, fue el incidente con las flores. Mientras una tía daba un discurso cargado de
anécdotas vergonzosas de la infancia de Martín, un viento repentino sopló entre las mesas.
Las flores del centro de mesa frente a los novios se volaron. Diana, siempre tan controlada,
intentó acomodarlas de nuevo, pero tropezó con algo bajo la mesa. Se inclinó para revisar y
se quedó inmóvil por unos segundos. Al levantarse, su rostro estaba más pálido de lo
normal.
“¿Todo bien?” preguntó Martín, colocando una mano en su brazo. Diana asintió, pero noté
que evitaba mirar debajo de la mesa por el resto del cóctel.
Después, en el salón, algo más ocurrió. Cuando la pareja hizo su entrada triunfal, entre
aplausos y flashes de cámaras, las luces del techo parpadearon un momento. Fue apenas
un segundo, pero lo suficiente para que algunos de los invitados intercambiaran miradas
nerviosas. “Debe ser el generador,” murmuró alguien en mi mesa.
El ambiente se tensó más durante el primer baile. Diana y Martín se movían torpemente al
ritmo de una canción lenta, como si estuvieran distraídos. Al final de la pieza, las luces
parpadearon de nuevo, esta vez durante más tiempo. Cuando se estabilizaron, Martín se
veía incómodo. Se inclinó hacia Diana y le susurró algo al oído, pero ella negó con la
cabeza.
Fue en ese momento cuando escuché un ruido extraño. Al principio pensé que era parte de
la música, pero pronto me di cuenta de que venía de las bocinas: un zumbido grave que
parecía vibrar en el aire. Miré a mi alrededor para ver si alguien más lo notaba, pero los
invitados seguían comiendo y bebiendo, aparentemente sin percibir nada.
Decidí ignorarlo, pensando que quizás solo era mi imaginación. Sin embargo, un poco
después, ocurrió algo que nadie pudo pasar por alto. Mientras los novios cortaban el pastel,
una de las damas de honor, Marcela, dejó caer su copa de vino al suelo. Estaba temblando,
mirando algo detrás de Diana con los ojos muy abiertos. Cuando voltee para ver qué la
había asustado, no vi nada fuera de lo normal. Pero Marcela salió corriendo del salón,
dejando a todos desconcertados.
Las cosas empeoraron rápidamente. Durante el brindis, varios invitados empezaron a
quejarse de dolor de cabeza. Uno incluso se desmayó. Lo llevaron afuera para que tomara
aire fresco, pero mientras lo hacían, noté que Diana estaba cada vez más inquieta. Sus
manos temblaban al sostener su copa, y su rostro mostraba una mezcla de confusión y
miedo.
“¿Qué está pasando aquí?” le susurré a Ana. Pero mi prima estaba demasiado ocupada
mirando algo al fondo del salón. Seguí su mirada y vi lo que parecía una sombra, algo que
no debería estar ahí. Era alta, desproporcionada, y parecía moverse entre los invitados sin
que nadie más lo notara.
Martín también lo había visto. Su expresión se tensó y tomó la mano de Diana. “Vamos a
hablar con el encargado,” dijo en voz alta, pero su tono era claramente más para calmarse a
sí mismo que para tranquilizar a los demás.
Salieron del salón, y la música continuó, aunque los invitados estaban visiblemente más
nerviosos. En ese momento, escuchamos un grito. Venía de afuera, donde Diana y Martín
habían ido. Los murmullos comenzaron a llenar el lugar, y varios invitados se levantaron
para ver qué había pasado.
Yo fui una de las primeras en llegar al jardín. Diana estaba arrodillada en el pasto, con las
manos cubriendo su rostro. Martín estaba de pie junto a ella, mirando fijamente hacia un
rincón oscuro donde las luces de la hacienda no alcanzaban a iluminar. Cuando traté de
acercarme, sentí un frío extraño, como si el aire se volviera más denso.
“¿Qué viste?” le preguntó alguien a Diana, pero ella solo negaba con la cabeza, incapaz de
hablar. Martín, por su parte, estaba congelado, como si no pudiera moverse. Fue entonces
cuando uno de los meseros apareció con una linterna y alumbró el rincón. Lo que vimos nos
dejó sin palabras.
Era una figura humana, pero retorcida, como si hubiera sido aplastada o deformada. Su piel
era grisácea, y sus ojos parecían no tener vida. Estaba inmóvil, pero la sensación de que
nos observaba era innegable. Cuando la luz lo tocó, desapareció en un parpadeo.
La boda se desintegró después de eso. La mayoría de los invitados salió corriendo, dejando
platos y copas a medio terminar. Diana y Martín no dijeron una palabra más. Simplemente
se tomaron de las manos y se fueron sin despedirse.
Desde entonces, nadie sabe qué pasó exactamente. Algunos dicen que fue un mal augurio,
otros creen que alguien les hizo un daño. Yo solo sé que desde esa noche, no puedo dejar
de sentir que algo me sigue. Algo que no pertenece a este mundo.
Las semanas siguientes a la boda estuvieron marcadas por el silencio. Diana y Martín
desaparecieron del radar social. Ni publicaciones en redes, ni mensajes de agradecimiento,
ni fotos del evento que normalmente inundarían los perfiles de los recién casados. Los
pocos invitados con los que hablé parecían evitar el tema. Cuando les preguntaba
directamente, algunos cambiaban de conversación, otros simplemente me decían que
preferían no recordar.
Yo tampoco podía olvidar lo que vi. Esa figura, esos ojos vacíos, la sensación de que algo
se había llevado parte de nosotros aquella noche. Pero lo peor llegó una tarde, cuando Ana,
mi prima, me llamó entre lágrimas.
“Algo está mal, muy mal,” dijo, sollozando al teléfono. “Desde la boda… siento cosas. No sé
cómo explicarlo. Oigo pasos en mi casa, veo sombras que no deberían estar ahí.”
Intenté calmarla, pero sus palabras me dejaron helado. Yo también había notado cosas
extrañas. Pequeñas, al principio. Objetos fuera de lugar en mi departamento, la sensación
de que alguien me observaba en los espejos. Una noche incluso desperté con el sonido de
mi nombre, susurrado al oído, aunque estaba completamente solo.
Ana insistió en que nos reuniéramos. “No quiero estar sola,” dijo. Accedí y esa misma tarde
la visité en su casa. Parecía más pálida, con ojeras profundas, como si no hubiera dormido
en días. Me recibió con un abrazo desesperado.
“No puedo más,” confesó, llevándome a la sala. Su casa, que siempre había sido luminosa
y acogedora, parecía sombría, como si el aire fuera más pesado. Cerró todas las ventanas y
puertas, asegurándose de que estuvieran bien trancadas. “Anoche… sentí que alguien
estaba en mi habitación. Pero no había nadie. Solo esa maldita sombra.”
Mientras hablábamos, mencionó algo que me hizo recordar la boda con más claridad:
“Diana me dijo algo antes de que todo se descontrolara. Cuando íbamos al baño, me tomó
del brazo y me dijo que Martín había estado actuando raro desde que llegaron a la
hacienda. Que él insistió en ese lugar, aunque ella no quería. Y algo más…”
Ana se detuvo, como si temiera decirlo en voz alta. “Me dijo que encontró algo bajo la mesa
durante el cóctel. Una figura tallada en madera, envuelta en un pañuelo rojo. Tenía clavos
clavados en las extremidades.”
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Había oído de esas cosas. Brujería, o algo parecido. Pero
siempre pensé que eran solo cuentos. “¿Crees que eso tenga algo que ver?” pregunté,
tratando de no sonar tan incrédulo como me sentía.
“No sé,” respondió Ana, temblando. “Pero nada estuvo bien desde ese momento.”
Esa noche, decidí quedarme con Ana. Encendimos velas, más por instinto que por alguna
creencia en particular. Pusimos música suave para intentar distraernos, pero la tensión era
palpable. Cerca de la medianoche, el aire en la casa cambió. Se sentía frío, pesado, como
en el jardín de la boda.
Entonces escuchamos el sonido. Era un golpe suave, rítmico, en la ventana de la sala. Ana
me miró con los ojos abiertos de par en par. “No abras,” me susurró, pero el impulso fue
más fuerte. Me acerqué con cautela, esperando encontrar ramas o algo que el viento
pudiera haber movido.
No había nada. Solo el reflejo de la sala en el cristal… y una sombra detrás de nosotros.
Me giré de inmediato, pero no había nadie. Ana ya estaba llorando, rezando en voz baja
mientras se aferraba a un crucifijo que había encontrado en algún cajón. Yo, por mi parte,
estaba paralizado. Sabía que habíamos traído algo de esa boda. Algo que no tenía
intención de dejarnos en paz.
A las tres de la mañana, Ana se quebró. “Tenemos que encontrar a Diana,” dijo, secándose
las lágrimas. “Ella sabe más de esto.”
Pasaron dos días antes de que lográramos dar con Diana. La contactamos a través de un
primo lejano que mencionó que ella y Martín estaban viviendo en un pequeño departamento
en Cuernavaca. Cuando llegamos, Diana nos recibió con una expresión sombría. Había
perdido peso, y sus ojos estaban hundidos. Martín no estaba; según ella, había salido a
buscar ayuda, pero no había vuelto en dos días.
“Todo empezó antes de la boda,” confesó Diana, mientras nos sentábamos en su sala
desordenada. “Martín encontró ese lugar. Estaba obsesionado. Decía que lo sentía
especial, como si fuera el destino. Yo no quería, pero no dejaba de insistir.”
Nos contó sobre la figura tallada. Martín la había guardado, a pesar de que Diana quiso
deshacerse de ella. “Decía que no podíamos simplemente tirarla, que sería como romper
alguna regla. Pero desde entonces… cosas extrañas comenzaron a pasar.”
Cuando preguntamos por Martín, Diana empezó a llorar. “No es el mismo,” dijo entre
lágrimas. “Lo escucho hablar solo por las noches. Dice nombres que no conozco. Y sus
ojos… sus ojos no son suyos.”
No nos quedamos mucho tiempo. Diana estaba al borde del colapso y nosotros tampoco
estábamos en condiciones de lidiar con más preguntas sin respuesta. Antes de irnos, me
acerqué a ella. “¿Qué hacemos?” le pregunté, con la esperanza de que tuviera una
solución.
“Quizás ya no hay nada que hacer,” susurró, evitando mirarme a los ojos. “Quizás solo
debemos aceptar que esto nos va a seguir para siempre.”
Esa fue la última vez que vi a Diana. No sé qué ocurrió con ella o con Martín. Lo que sí sé
es que desde entonces, las cosas no han vuelto a la normalidad. Las sombras persisten, los
ruidos extraños no cesan, y la sensación de que algo está al acecho nunca se ha ido. Lo
peor no es saber que nos sigue; lo peor es no entender qué quiere de nosotros. Y si algún
día lo sabremos.