4 Historias REALES de Terror de TRABAJADORES de BIMBO | Relatos de Terror

historia 1

Me llamo Roberto y decidí contar esta historia porque todavía tiemblo al recordar lo que viví en la planta de Bimbo ubicada en un parque industrial cerca de Cuautitlán, Estado de México. Trabajé ahí durante dos años, siempre en el turno nocturno, y aunque los primeros meses no pasó nada fuera de lo común, hubo una madrugada que cambió por completo mi forma de ver aquel lugar que olía tanto a harina como a misterio.
Cuando ingresé a la planta, pensé que sería un trabajo monótono pero seguro. Me asignaron a la línea de pan blanco; mi labor consistía en revisar que la masa se pesara adecuadamente, que pasara sin problemas por la cortina de harina y que finalmente llegara a las bandejas de horneado. Todo era rutinario: un supervisor comprobaba las cintas de rodaje, otro vigilaba temperaturas y un tercero revisaba la calidad del producto final. Las horas de la noche se iban entre el ronroneo de las máquinas, el zumbido de los hornos y la charla ligera con mis compañeros, quienes, igual que yo, hacían lo posible por mantenerse despiertos. La planta tenía fama de ser imponente. Era un edificio enorme, con naves industriales que se perdían en la oscuridad y pasillos semidesiertos cuando el reloj pasaba de la medianoche. Al principio me impresionaba ver los camiones de reparto alineados, listos para la jornada diurna; con el tiempo me acostumbré a esa estática, que contrastaba con la actividad frenética de las bandas transportadoras en el interior. Sin embargo, la costumbre no me preparó para los sucesos que comenzaron a inquietarme. Empecé a notar cosas extrañas más o menos al sexto mes de trabajo. En ocasiones, las máquinas de la línea de hojaldrados o la de roles dulces se encendían fuera de horario, sin que hubiera explicación clara. También encontrábamos, de pronto, estivas de harina donde no correspondía, como si alguien las moviera de noche a propósito. Nunca había testigos, solo rumores que circulaban a la hora de la comida. Algunos compañeros lo atribuían a un par de bromistas que querían espantar al personal nuevo; otros decían que quizá había robos de insumos. Yo, en cambio, me inclinaba a creer que era simple desorden. Pero fui cambiando de opinión cuando se sumaron otros incidentes. Una noche, al terminar mi descanso, regresé a la línea y hallé que la temperatura de uno de los hornos estaba fuera de los parámetros. El panel marcaba un número que no podía ser correcto: casi 40 grados por encima del ideal. De haberse mantenido así unos minutos más, el pan se habría quemado por completo, algo que repercute en la producción y conlleva un reporte para el responsable. Avisé a mi supervisor, quien vino de inmediato a verificar. Cuando revisó los registros, se dio cuenta de que alguien había manipulado manualmente la consola de control. La seguridad de la planta exigía que solo personal autorizado hiciera esos cambios, pero la bitácora no mostraba quién lo hizo. Esa noche echaron a perder al menos tres charolas, y todos estábamos molestos y también un poco asustados, porque parecía que alguien actuaba con mala intención. Otro suceso que nos inquietó fue encontrar huellas extrañas en el área de materias primas. Al final de la noche, uno de los operadores de montacargas advirtió que había marcas de pisadas sobre un piso polvoriento de harina, pero no coincidían con los zapatos de seguridad que todos debíamos usar. Parecía alguien descalzo o con un tipo de suela muy diferente, ya que las huellas tenían una forma alargada. El operador siguió las marcas hasta una esquina donde se guardaban costales de azúcar, pero estas se perdían de repente, como si la persona hubiese saltado o desaparecido detrás de las pilas. Dijimos, entre risas nerviosas, que quizás se trataba de algún colado que no quería ser descubierto. Pero, ¿por qué andar descalzo en medio de una fábrica llena de harina y maquinaria peligrosa? Conforme pasaron los días, supimos que en otras áreas vivían situaciones semejantes: alarmas que sonaban sin razón, materias primas acomodadas en lugares inverosímiles y algunas herramientas que se extraviaban para volver a aparecer en sitios imposibles, como la bodega de refacciones o la sala de juntas. El ambiente se tensó, y no faltaron quienes empezaron a hablar de fantasmas o brujerías. Aunque soy escéptico, empecé a sentir un leve hormigueo de temor cada vez que entraba solo a alguna sección oscura del edificio. Una madrugada, un compañero llamado Efraín me contó que, al pasar por la línea de mantecadas en busca de unas tarimas, había escuchado un silbido que provenía de la parte superior del horno. Al principio pensó que era una tubería con fuga de vapor, pero aseguró que sonaba como un silbido humano, casi como si alguien quisiera llamarlo por su nombre. Lo tomé a broma, pero mi perspectiva cambió cuando, esa misma noche, me tocó hacer un recorrido rápido por la zona de bodega y tuve la impresión de oír mi propio nombre susurrado cerca del montacargas. Aun así, no había nadie, y cuando lo conté, varios de mis compañeros dijeron que también les había pasado algo similar. Nos reímos para quitar hierro al asunto, pero el nerviosismo se notaba en el ambiente. Lo verdaderamente impactante ocurrió un jueves. Yo estaba en mi puesto verificando que las barras de pan entraran uniformes al horno cuando, de pronto, se fue la luz en gran parte de la planta. De inmediato se activaron los generadores de emergencia, pero la línea donde yo trabajaba quedó parcialmente a oscuras. Las lámparas de respaldo tardaron unos segundos en encenderse, y para mí esos segundos se volvieron eternos. Solo alcanzaba a ver sombras de máquinas inmóviles y a mis compañeros moviéndose de un lado a otro intentando reactivar todo. De pronto sentí un estremecimiento al notar una figura alta y delgada junto a la banda transportadora, inmóvil. No era nadie que reconociera. Quise gritarle para ver si se trataba de un compañero, pero la persona se quedó ahí como [Aplausos]… con un movimiento extraño, giró sobre sí misma y se escabulló hacia la puerta que conducía a las otras áreas. Corrí tras ella. Fue un impulso irrefrenable: necesitaba saber quién era y por qué se encontraba en un lugar tan restringido, además de entender cómo podía moverse con tanta rapidez en la penumbra. En el pasillo me recibió un aire frío que no suele sentirse en la planta, ya que las temperaturas se mantienen relativamente cálidas por los hornos. Era como si de pronto me hubiera metido en una bodega refrigerada. Las luces de emergencia alumbraban apenas, creando sombras fantasmales. No había ni rastro de la figura. Sin embargo, escuché pasos a la izquierda. Seguí el sonido y llegué a un rincón donde se almacenaban costales de harina. De pronto, un estruendo retumbó: uno de esos costales se vino abajo, arrojando una nube blanca que me cegó por unos segundos. Cuando el polvo se disipó, vi que el costal parecía rasgado con algo afilado, y me resultaba imposible creer que alguien pudiera hacerlo tan rápido. Y ahí, en medio de la harina suelta, noté pisadas similares a las que habían descrito antes: huellas alargadas, casi sin forma de calzado normal. Mi corazón latía con fuerza porque me sentía como en una pesadilla sin sentido. Sin pensarlo, regresé al área principal y le conté a mi supervisor lo que había visto. Él llamó a seguridad interna para que revisaran las cámaras y se acercaran a la zona. Todos estábamos ansiosos por una explicación. Los guardias vinieron, revisaron minuciosamente y confirmaron que el sistema de cámaras tenía unos segundos de video en blanco durante el fallo de luz y unos cuantos instantes después de activarse la planta de emergencia. En el monitor no se veía a nadie entrando ni saliendo. Para ellos no había evidencia de la supuesta figura. Me sentí frustrado y, sobre todo, temeroso de que creyeran que estaba inventando cosas. Por fortuna, algunos compañeros también habían notado algo: uno aseguró haber visto una sombra moverse por el techo metálico; otro dijo que escuchó un jadeo en un pasillo solitario. Esos testimonios sirvieron para que no me tomaran por loco. Con la luz restablecida, continuamos la producción, pero era obvio que la tensión nos [Aplausos] corroía. Hasta el más escéptico empezó a tomar en serio la idea de que alguien —o algo— se paseaba clandestinamente por la planta. Siguieron más rondines de la guardia, más controles de acceso, pero cada noche sucedía algo: pasos en la oscuridad, ruidos metálicos sin explicación, interruptores que se accionaban solos. A las 2 de la mañana nos sorprendió un llanto apenas audible pero prolongado, proveniente del área de mantenimiento. Yo estaba en mi descanso, tomando un café con Lidia y Vicente, quienes también lo escucharon. Pensamos que sería alguien teniendo un problema personal, pero fue tan lúgubre que nos movimos para investigar. Entramos en la zona de mantenimiento, donde se guardan refacciones y herramientas, y sentimos un olor extraño, como de grasa quemada mezclada con un toque metálico. Seguimos aquel sonido hasta una esquina mal iluminada, y de pronto se cortó el llanto. Nos quedamos en silencio, con la piel erizada. De fondo se oía el sonido de gotas que caían sobre alguna superficie metálica. Lidia activó la linterna de su celular, iluminó esa parte, y lo que vimos nos dejó sin habla. Había rastros de líquido oscuro en el piso, formando un rastro que se perdía tras unas cajas. Vicente se acercó con cuidado; pensamos que alguien podía haber tenido un accidente grave, quizá un corte profundo. Pero cuando levantamos las cajas, no vimos a nadie, solo un montón de tornillos, trapos viejos y manchas que parecían sangre seca. Salimos casi corriendo de ahí y fuimos a reportarlo a la jefa de seguridad interna. Ella misma acudió, revisó la zona y mandó tomar fotos. Se contactó al paramédico de la planta para que buscara a algún empleado herido. Nadie apareció con lesiones, nadie faltó esa noche ni se reportó enfermo. Fue como si aquel llanto y aquel rastro hubieran surgido de la nada. Las historias se dispararon. Algunos hablaban de un hombre que en el pasado había muerto aplastado por estivas en la vieja nave de almacén; otros decían que, hace años, ocurrió un robo nocturno y asesinaron a un guardia en un pasillo. No faltó quien contara leyendas más antiguas, afirmando que en ese terreno, antes de la construcción de la planta, había ocurrido un suceso trágico relacionado con rituales. Cada versión era más escalofriante que la anterior. Aun así, la empresa mantenía una postura oficial: “Todo está bajo control, no hay nada que temer”. Llegué al punto de considerar renunciar, pero necesitaba el dinero. Mi familia dependía de mí, y aunque me aterraba la idea de encontrarme solo en algún rincón de esa enorme fábrica, hacía lo posible por cumplir mis obligaciones, quedándome siempre cerca de mis compañeros para sentirme algo más seguro. Sin embargo, sucedió algo que me obligó a enfrentar ese terror de manera directa. Una noche me avisaron que debía recoger en bodega una caja con repuestos para la línea de barritas dulces. No tuve más remedio que ir solo porque todos andaban ocupados. Procuré ir lo más rápido posible, sosteniendo la linterna en alto y mirando a cada lado del pasillo; sentía mi pecho oprimido. Al llegar, hallé la caja marcada con el número que me indicaron, pero pesaba mucho y la tuve que arrastrar. De pronto escuché un crujir metálico y luego el portazo de una reja al fondo del almacén. Me quedé quieto y llamé por si había alguien ahí; nadie contestó. Me aproximé unos pasos y sentí una corriente de aire gélido que no debería existir en ese lugar, ya que era un espacio cerrado sin ventilaciones grandes. Entonces lo vi: la misma silueta alta y delgada del día del apagón se delineó contra la tenue luz roja de la señal de salida de emergencia. Tenía el rostro cubierto por una capucha —o así me lo pareció— y sus brazos eran anormalmente largos (o eso capté en ese instante de pánico). Detrás de esa figura percibí un jadeo, como si hubiera una segunda persona. Me quedé paralizado, sin atreverme a mover un músculo. Sentí que esa sombra avanzaba un paso hacia mí. Corrí en la dirección opuesta, sin voltear atrás, con la respiración en llamas y el corazón a punto de estallar. La caja quedó abandonada; en ese momento no me importaba nada, salvo salir de ahí. Al llegar con mis compañeros no podía ni hablar. Me rodearon, me ofrecieron agua y tuve que respirar hondo varias veces para contarles lo sucedido. Esta vez no fui el único testigo. Un vigilante de seguridad que estaba de ronda en la zona afirmó haber visto “una presencia” moverse por la bodega, pero no pudo identificarla. Tanto mi relato como el suyo coincidían en que no parecía una persona normal. Avisaron a los jefes, se activó un operativo interno, revisaron el almacén con refuerzos, perros de guardia y linternas de alto alcance, y… nada. No encontraron ni un solo indicio de alguien escondido, solo la caja volcada, la cual recogieron y llevaron a su destino sin mayor problema. Aquella noche no pude dormir cuando llegué a casa. La experiencia de presenciar algo tan fuera de lo que consideraba real me dejó una huella que aún no supero. No sé si era un intruso con habilidades extraordinarias, un fantasma o una alucinación colectiva que se había apoderado de nosotros, pero los hechos no se borran con explicaciones simples. Ni mi mente ni mi corazón pueden negar que vi algo muy concreto. Después de ese episodio, la gerencia ordenó una inspección a fondo en toda la planta. Se instalaron nuevas cámaras, mejor iluminación, incluso se habló de colocar sensores de movimiento. Pero, con el tiempo, las cosas volvieron a esa aparente calma. El extraño ser —o persona— dejó de manifestarse, o al menos así lo parecía. Algunos compañeros decían que seguramente encontró otra manera de ocultarse, que tal vez era alguien que usaba túneles o accesos subterráneos. Otros creían que, al reforzar la seguridad, lo habían ahuyentado. Yo aguanté unos meses más trabajando ahí. Cada vez que me tocaba ir a una zona menos transitada de la fábrica, me invadía el miedo de encontrarme con esa figura. Sentía el vello erizarse al escuchar ruidos lejanos. Tenía pesadillas en las que corría por pasillos interminables y, a cada vuelta, aparecía esa sombra alargada que me observaba en silencio. Al final, mi salud mental pudo más y presenté mi renuncia. Encontré otro empleo en una bodega comercial donde, al menos, no laboraba de noche. A pesar de haber salido de Bimbo, ese recuerdo me persigue. Hay noches en las que aún me despierto agitado, creyendo oír silbidos en el pasillo de mi propia casa. Mi familia me ha visto alterado y, aunque les conté una versión atenuada de lo que pasó, no entienden por completo el miedo que me produce el simple olor del pan bien horneado. De algún modo, ese aroma que antes me resultaba agradable ahora evoca imágenes de pasillos oscuros y huellas indescriptibles en el piso de harina. Quise compartir esta historia para liberar al menos un poco las sombras que me acechan desde entonces. Sé que hay quien creerá que esto es un invento o una exageración; otros afirmarán que lo que vimos en la fábrica no era ningún ente sobrenatural, sino alguien que burlaba la seguridad por razones desconocidas. Sea cual sea la realidad, la sensación de terror que experimenté fue genuina, y los detalles confusos y sin explicación solo la hacen más espeluznante. Puede que esa planta continúe operando con normalidad y que cada noche se produzcan miles de barras de pan, roles y mantecadas sin percance. Pero estoy convencido de que algo se movía entre esas máquinas cuando la ciudad dormía, un algo que no entendí y que quizás ni siquiera se ajusta a las reglas de nuestro mundo. Si alguna vez trabajas en un lugar similar y comienzas a ver señales extrañas, no las ignores. Podría haber un ruido, un susurro, una sombra fugaz. Tal vez no sea más que la imaginación cansada de un turno nocturno. O tal vez, como me sucedió a mí, sea la advertencia de que existen rincones donde el terror se hace presente de forma muy real. Al día de hoy, sigo intentando procesar lo que pasó. Algunos compañeros que aún laboran ahí me han dicho que, después de mi salida, los sucesos disminuyeron, aunque de vez en cuando alguien asegura sentir presencias o ver figuras en la penumbra. Es posible que nunca sepamos la verdad completa, porque a la primera señal de algo fuera de lo normal, los jefes cierran filas y prefieren no alarmar al personal. Pero yo no puedo callar. Necesito que esta experiencia se conozca, que el resto sepa que el miedo no siempre viene de leyendas urbanas o relatos inventados. A veces simplemente surge donde menos lo esperas, en una fábrica iluminada por lámparas industriales y hornos encendidos, entre el incesante aroma de harina y el silbido de las bandas transportadoras. Aunque dejé mi puesto, a veces paso cerca de esa planta, y ver las luces nocturnas me produce un escalofrío. Me pregunto si la silueta —o lo que fuera— continúa recorriendo los pasillos, si se alimenta del cansancio de quienes trabajan en la madrugada y de la indiferencia de aquellos que prefieren no cuestionar nada. No lo sé. Tal vez solo fui una de sus tantas víctimas, un testigo circunstancial que al final tuvo el valor de correr y renunciar. Pero la marca que dejó en mi mente me acompaña, recordándome que la oscuridad puede habitar incluso en el lugar más mundano, y donde parece que solo hay máquinas, pan y rutina. Esta es mi historia, y la cuento sin capítulos ni adornos porque así fue como sucedió: en un continuo sobresalto, en una sucesión de ruidos, luces intermitentes y olores que crearon un ambiente de zozobra. No pretendo que todos me crean. Solo quiero que, si alguna vez te encuentras en un turno nocturno rodeado de bandas transportadoras y hornos silentes, no ignores los pequeños detalles. Porque si algo aprendí en esa planta de Bimbo es que el horror no necesita grandes portentos para manifestarse. A veces basta con un susurro en el pasillo, un rastro de harina fuera de lugar y una sombra que se desvanece cuando volteas para mirar. Y aunque huyas de ese lugar, el recuerdo de aquella noche puede acompañarte para siempre.

historia 2

Me llamo Armando y decidí contar esta historia porque necesito sacar de mi mente aquellas imágenes que me atormentan cada vez que cierro los ojos. Trabajé durante casi un año en una planta de Bimbo, ubicada en una zona industrial de Querétaro, y jamás imaginé que algo tan siniestro pudiera suceder en un lugar aparentemente tan normal. Los hornos, las bandas transportadoras y el aroma a harina siempre me parecieron monótonos, hasta que una madrugada volvieron a mi mente como escenario de un suceso que me quitó el aliento. Empecé en la línea de producción de pan blanco, ese que todos conocemos porque está en cada tienda y en cada alacena. Mi puesto era sencillo: debía revisar el proceso de corte y asegurarme de que las barras se acomodaran bien para entrar en el horno. Las primeras semanas, todo anduvo sin problemas. Tenía el turno nocturno, así que entraba a las 11 y salía a las 7 de la mañana, cubriendo ese espacio en el que la planta se suponía silenciosa, aunque en realidad nunca descansa. El zumbido de las máquinas y el calor de los hornos siempre estaban ahí. Poco a poco me fui haciendo amigo de algunos compañeros. Uno de ellos, José Luis, llevaba más de 5 años laborando en la fábrica. Tenía fama de ser el más bromista, siempre con una sonrisa en el rostro, pero una noche me confesó con voz inusualmente seria que había visto cosas extrañas en una parte de la planta. Al principio creí que me quería tomar el pelo (no era raro que los veteranos de la línea nos gastaran bromas a los novatos), sin embargo, la forma en que me lo contó hizo que un escalofrío me recorriera. Según él, en la zona de almacenaje de harina —un sitio enorme con silos donde se guardan toneladas de materia prima— habían pasado cosas que nadie lograba explicar. A veces se oían golpes metálicos en la madrugada, como si alguien arrastrara herramientas, pero cuando iban a revisar, no encontraban a nadie. Otras veces veían huellas de zapatos que no coincidían con el calzado de seguridad obligatorio. Incluso llegó a hablarse de bolsas de ingredientes que aparecían rotas y acomodadas de formas imposibles. No había cámaras en toda la zona de silos porque la empresa priorizaba colocar vigilancia en las áreas de producción y embarque. Así que, sin pruebas contundentes, los guardias terminaban dándole carpetazo al asunto. No le di demasiada importancia, aunque me quedó la duda. Continué con mi trabajo nocturno y las semanas transcurrieron en aparente normalidad. Pero algo cambió poco tiempo después de que iniciaron una serie de reformas internas. Se expandió el área de empaquetado y se instaló nuevo equipo para elaborar distintos tipos de bollos. Esa reestructura implicó obras, pasillos cerrados y recovecos que nadie revisaba a fondo. Sentí que la planta se había vuelto un laberinto con partes solitarias a las que ni la luz de las lámparas industriales alcanzaba del todo. Una madrugada sucedió el primer incidente que me inquietó de verdad. Faltaba media hora para mi descanso cuando noté que la banda transportadora empezó a frenarse de manera irregular, como si algo la obstruyera. Fui a revisar y me di cuenta de que un trozo de masa mal cortado se había quedado atascado en uno de los rodillos. Lo removí y, al hacerlo, sentí que un olor extraño invadía el aire. No era ese olor a masa fermentada que conocemos, sino algo similar a carne echada a perder. Me pareció muy raro, porque allí solo se maneja harina, levadura y otros ingredientes para pan, nada que pudiera generar ese hedor. Lo olvidé rápido, seguí con mi tarea y logré que la banda volviera a girar con normalidad. Después de mi descanso, fui al área de empaquetado para coordinar un inventario rápido con mi jefa de línea, la señora Camacho. Sin querer, noté manchas oscuras en el piso, como si alguien hubiera derramado café, pero eran demasiado viscosas. Llamé a uno de los técnicos de limpieza para que viniera con los productos desinfectantes. Él, al verlo, me preguntó si sabíamos qué era, y la verdad es que no tenía idea. Parecía algún tipo de grasa mezclada con sangre, pero en una planta de panadería eso no encajaba. Lo limpiaron con rapidez y ahí quedó la duda. Nadie reclamó un accidente o herida que explicara esa supuesta sangre. A partir de ese momento, me fijé más en los detalles de los pasillos y las máquinas, sospechando que algo andaba mal. Conversé con José Luis y me contó que en las últimas noches habían desaparecido varias herramientas de un compartimento de mantenimiento: se trataba de llaves, pinzas y desarmadores, que no volvían a aparecer. Aseguraba que también habían visto a un desconocido merodeando por la periferia de la bodega de azúcar, alguien alto y delgado con un overol oscuro que no pertenecía al uniforme de la empresa. La vigilancia supuestamente reforzó sus rondines, pero nunca detectaron nada. Aun así, el rumor corrió con fuerza y los más supersticiosos empezaron a comentar que algo siniestro se escondía en la planta cuando las luces se atenuaban. A mí me parecía, más bien, que podía tratarse de un robo interno o de un vandalismo extraño. Sin embargo, no hubo robos de materia prima ni reportes de sabotaje oficial; la empresa seguía funcionando con normalidad, aunque con ese ambiente enrarecido durante la madrugada. Cuando le pregunté a la señora Camacho por qué no se instalaban más cámaras, me dijo que ya lo habían propuesto, pero la gerencia de arriba no veía prioritario gastar en ello: “Si no se llevan el pan y los materiales en grandes cantidades, no lo consideran un problema mayor”, fue su respuesta. Una noche todo se desbordó. Faltaban dos horas para que terminara mi turno cuando el supervisor general, el ingeniero Ramírez, pidió el apoyo de algunos operarios para mover costales de harina a un área contigua; debíamos reorganizar parte del almacén por una entrega atrasada. Fuimos José Luis, un guardia y yo, para aligerar la carga. Entrar al almacén de harina de madrugada siempre me había dado mala espina: casi no hay ventanas y los sacos se apilan tan alto que generan pasillos estrechos, como si fueran muros de un laberinto polvoso. Además, ese polvo blanco se mete por todas partes y puedes ver cómo flota en el aire, iluminado por unas cuantas lámparas amarillentas. Nos pusimos a trabajar sin charlar mucho; solo oíamos el ruido de los montacargas al otro lado del almacén y, a ratos, el siseo del aire a través de los ductos de ventilación. Entonces un estruendo retumbó en la zona más lejana, donde casi no había luz. Algo cayó con tanta fuerza que sacudió la hilera de costales. El guardia y José Luis reaccionaron de inmediato y se dirigieron al lugar. Yo me quedé unos segundos paralizado, preguntándome si aquello se había debido a una estiba mal colocada o a otra cosa. Finalmente, tomé valor y los seguí. Mientras nos acercábamos, el polvo de harina se hacía cada vez más denso. Las luces eran escasas, así que el guardia sacó su linterna. A la distancia vimos una pila de costales tirados. Uno estaba rasgado, como si alguien lo hubiera cortado con un cuchillo. Pero lo que nos dejó helados fue el rastro que serpenteaba por el piso: una mancha oscura, espesa, mezclada con harina, avanzaba hasta perderse tras los sacos. Se parecía muchísimo a la sustancia que había visto días antes en empaquetado. Nos miramos con cara de terror y decidimos seguir ese rastro, convencidos de que podía haber alguien lastimado o algo peor. Mientras avanzábamos, oímos un goteo, un chasquido que repetía su sonido de manera irregular. Ese ruido se mezclaba con una respiración ahogada, entrecortada, como si alguien estuviera escondido y no pudiera contener el miedo. Con el corazón latiendo a mil por hora, la linterna iluminó un rincón donde se apilaban cajas vacías. José Luis susurró mi nombre e hizo un gesto para que me acercara. Me asomé y casi me desmayé al ver lo que había ahí. Una forma humana, o algo que pretendía serlo, estaba agachada contra la pared. Sus brazos parecían anormalmente largos y su cuerpo estaba cubierto con un overol manchado de harina y sangre. Lo más escalofriante fue notar que se retorcía con espasmos, como si careciera de control sobre sus extremidades. Apenas alzó la cabeza y dejó escapar un gemido imposible de describir, mezcla de dolor y rabia. A la luz de la linterna se alcanzó a ver un rostro desfigurado, pálido por la harina, con los ojos inyectados en un brillo de locura. El guardia gritó que se identificara, pero en lugar de responder, esa cosa —o persona— se lanzó hacia atrás con una agilidad sobrehumana, golpeando las cajas y emitiendo un chillido agudo que me perforó los oídos. Retrocedimos de inmediato, tropezando con los costales. Yo caí al suelo y sentí que la harina se me metía por la boca. Cuando por fin pude ponerme de pie, vi cómo esa figura emprendía una carrera torpe pero [Aplausos] veloz. Corrimos a avisar a la gente de seguridad y al ingeniero Ramírez. Llegaron en tropel, con más linternas y algunos con palos improvisados (aunque jamás pensé que necesitaríamos tal cosa en una panificadora). Revisaron cada rincón, pero no encontraron absolutamente nada. Ni huellas frescas, ni manchas de sangre nuevas, ni rastro de la criatura. Solo ese costal rajado, el charco viscoso y un hedor que a todos nos revolvía el estómago. El ingeniero se quedó pálido y ordenó sellar la zona mientras se hacía una investigación. Nos entrevistaron uno por uno; creo que nadie se atrevió a dar detalles sobre la forma de aquel ser, limitándose a decir que era un hombre con aspecto muy deteriorado, como si estuviera herido o enfermo. Esa misma noche se llamó a la policía, que hizo una inspección rápida sin reportar sospechosos ni intrusos. Dijeron que no había señales de allanamiento, porque las puertas estaban cerradas y ninguna reja estaba forzada. Ante la falta de pruebas de un delito mayor, se marcharon. Nosotros, sin embargo, quedamos conmocionados. Esa misma semana, dos compañeros renunciaron, incapaces de volver a pisar el almacén. José Luis me confesó que no lograría olvidar ese rostro encendido de furia y dolor, mitad humano, mitad algo indescriptible. La planta siguió operando, porque la producción no se detiene. Aun así, el rumor se esparció como pólvora, y por un tiempo se intensificó la seguridad. Se instalaron más luces, hubo guardias adicionales en las áreas críticas. Se dijo que probablemente todo había sido obra de un vagabundo que se coló o de un delincuente que utilizaba alguna droga rara. Sin embargo, quienes estuvimos ahí sabemos que lo que vimos esa noche no encaja con explicaciones tan simples. No había forma humana de moverse así ni de emitir esos alaridos. Además, ¿qué hacía con ese costal de harina y por qué estaba ensangrentado? Pasaron los meses y la tensión disminuyó un poco, pero yo me quedé con las secuelas. No podía entrar solo a una zona oscura de la fábrica sin sentir el corazón acelerado. Por más que lo intentaba, la imagen me perseguía en sueños: un ser retorcido, cubierto de harina y manchas rojas, arrastrándose entre sacos y cajas mientras soltaba gemidos inhumanos. Finalmente, no soporté más y preferí buscar otro empleo. La gerencia ni siquiera se inmutó al perder a un operario más del turno nocturno; la rotación era cosa común en esa planta. Me alejé de aquel lugar pensando que, si algo tan siniestro podía ocurrir en un entorno tan cotidiano como un Bimbo, entonces en cualquier parte podía esconderse un horror semejante. A veces me pregunto si seguirán sucediendo hechos extraños, si esa cosa sigue rondando los sacos de harina, alimentándose de vete tú a saber qué. También me cuestiono si alguna vez la empresa sabrá la verdad de lo que habitaba en sus pasillos. Quizá es mejor que nunca lo descubran. Cuento esto para desahogarme. Tal vez muchos no me crean, pero quienes hayan trabajado de madrugada en fábricas enormes entenderán que la soledad de la noche puede albergar secretos indescriptibles. A mí me quedó claro que la rutina de mover costales o vigilar bandas transportadoras puede verse sacudida por un instante de puro terror, dejando una cicatriz emocional imposible de borrar. Y cada vez que huelo pan recién horneado, me viene a la memoria aquel aroma rancio mezclado con sangre que emergió entre los costales aquella noche. Desde entonces, no puedo mirar una barra de pan sin sentir ese nudo en el estómago, recordándome que, en la penumbra, hasta los lugares más inofensivos pueden transformarse en un escenario de [Aplausos] Pesadilla.

historia 3

Me llamo Luis y decidí contar esta historia porque todavía se me eriza la piel. Recuerdo cada detalle de lo que viví en la planta de Bimbo ubicada cerca de la ciudad de Toluca. Trabajé ahí durante año y medio en el turno nocturno y siempre pensé que, más allá de la rutina, no podría pasar nada realmente aterrador en un lugar dedicado a producir pan. Sin embargo, lo que presencié una madrugada me dejó marcado para siempre, y a veces me pregunto si aún continúa sucediendo tras esas paredes metálicas y hornos incansables. Mi puesto era auxiliar en la línea de pan de caja. Me encargaba de supervisar el avance de las barras por la banda transportadora y de acomodarlas en bandejas antes de entrar al horno. El trabajo no era difícil, aunque requería concentración y cierta resistencia al calor. Al principio me gustaba el ambiente: el olor a masa recién fermentada, las charlas cortas con mis compañeros y el sonido constante de las máquinas funcionando sin pausa. Aun cuando mis turnos empezaban a las 10 de la noche y terminaban casi al amanecer, me había acostumbrado a ese ritmo. La planta se componía de varias naves industriales, cada una destinada a distintos tipos de productos. Además de la línea de pan blanco, existían áreas para roles dulces, mantecadas y bollos, además de un gran almacén de harina y azúcar que —según decían— podía guardar toneladas de insumos. Por lo general, nadie tenía por qué entrar a esa bodega de madrugada, a menos que se necesitara reabastecer o comprobar algo en las tolvas. Por eso era un lugar relativamente silencioso y oscuro a altas horas de la noche. Pasaron unos meses sin incidentes mayores, hasta que empezaron a surgir rumores sobre sonidos extraños en la bodega de harina. Algunos compañeros decían que, de pronto, escuchaban un golpeteo metálico, como si alguien estuviera golpeando los ductos de aire. Otros hablaban de susurros inexplicables que resonaban entre los enormes silos. Entre bromas, decíamos que quizá el fantasma del panadero se había aparecido. Sin embargo, la mayoría prefería no tomarse en serio aquellas historias. Pensábamos que las largas jornadas y la falta de luz podían jugarnos malas pasadas. Una noche, después de mi descanso, regresé a la banda y noté que dos colegas míos, Rocío y Eugenio, se encontraban especialmente nerviosos. Les pregunté qué pasaba, y me contaron que, al ir por unas refacciones al área de mantenimiento, habían visto a un hombre parado al fondo del pasillo, inmóvil, con la mirada clavada en ellos. Se veía alto, delgado, y vestía un overol oscuro que no pertenecía al uniforme de Bimbo. Cuando Rocío le preguntó si necesitaba ayuda, él simplemente se esfumó entre las sombras. Buscaron por todos lados, pero no hallaron ni rastro de esa persona. Eugenio juró que el tipo no era ningún compañero y que notó algo perturbador en su rostro, como si estuviera pálido o enfermo. La noticia se difundió rápido. Al día siguiente, un guardia de seguridad recorrió esa zona sin encontrar nada sospechoso. Se revisaron las cámaras, pero no se vio a nadie extraño caminando por el pasillo. Para la gerencia, aquello no era más que un malentendido. Sin embargo, entre los operarios nocturnos empezó a reinar una tensión palpable, porque no era la primera vez que se hablaba de una figura desconocida merodeando a horas en que la fábrica debería estar desierta, aparte de quienes estuviéramos en turno. Las semanas siguientes, varios hechos salieron de lo normal. Empezaron a desaparecer pequeñas herramientas de mantenimiento —llaves, pinzas, desarmadores— y, a veces, encontrábamos rastros de harina esparcida en rincones donde no debía haber actividad. En una ocasión, se abrió una compuerta del silo número tres sin que nadie la hubiese accionado, lo que provocó una nube blanca que tardó horas en asentarse. El supervisor de aquel turno, el ingeniero Garza, se empeñó en justificarlo como un desperfecto mecánico, pero no logró convencernos del todo. Un martes, cercano a las 2 de la mañana, tuvimos un corte de luz parcial que dejó a oscuras la zona de empaquetado y las áreas de carga. Cuando se reactivaron las luces de emergencia, una compañera, Leticia, afirmó que había visto una silueta moverse entre los racks de pan recién horneado. Pensó que era alguien de limpieza, pero esa persona se desplazaba en silencio, sin linterna ni casco de seguridad. Leticia le llamó, pero no respondió; se limitó a continuar su camino hasta perderse en la penumbra que cubría el fondo del pasillo. Nadie más lo vio, pero Leticia quedó tan impactada que se negó a seguir trabajando sola. El ingeniero Garza tuvo que reubicarla a la línea de roles, donde había más gente. Mi encuentro con ese enigma ocurrió dos semanas después. Ya me había mentalizado de que algo extraño sucedía, pero jamás pensé que tendría un encuentro tan directo. Eran alrededor de las 3 de la madrugada, y me tocó ir a la zona de hornos a verificar la temperatura de una nueva tanda de pan. Al regresar, pasé por un corredor donde rara vez circulaba gente a esa hora, porque solo conectaba con la parte trasera de la nave. Me detuve al oír un ruido que parecía un gemido, un sonido ahogado que se repetía a intervalos. El lugar estaba apenas iluminado por unos focos de bajo consumo, así que no veía con claridad. Sentí un cosquilleo en la nuca, ese presentimiento de que algo andaba muy mal. Caminé despacio y entonces lo vi: un hombre de pie junto a un grupo de cajas almacenadas contra la pared. Vestía un overol oscuro, no traía casco ni gafete de identificación. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante y sus manos largas y huesudas parecían ensangrentadas, o manchadas con alguna sustancia oscura. Antes de que pudiera decirle algo, levantó el rostro y me miró con unos ojos hundidos, completamente desprovistos de expresión humana. Sentí un golpe de adrenalina; mi cuerpo me gritaba que huyera, pero estaba paralizado de miedo. La figura dio un paso hacia mí y me percaté de que cojeaba un poco, como si su pierna derecha estuviera dañada. Entonces dejó escapar un susurro que no alcancé a comprender. Intenté retroceder, pero choqué contra unas tarimas; el ruido lo alertó. Su reacción fue lanzar un gruñido que me heló la sangre, parecía más un animal herido que una persona. Me armé de valor para correr, pero en ese instante el foco principal del pasillo parpadeó y se apagó un segundo, sumiéndome en una breve oscuridad. Cuando la luz volvió, él ya no estaba ahí. Salí disparado, sin importarme si hacía escándalo. Avisé a un guardia, a mi supervisor y a cualquiera que encontré en el camino. Volvimos al lugar en cuestión de minutos, con linternas y un par de operarios más. No había huellas ni gotas de sangre ni señales de que alguien hubiera estado ahí. Me revisaron, pensando que quizá me había lastimado, pero solo tenía un rasguño en el brazo por el golpe con las tarimas. Me sentía abrumado, sin saber si había sido una alucinación. Sin embargo, recordaba con claridad la mirada vacía de aquel hombre. La noticia se propagó de nuevo. Fue la gota que derramó el vaso para varios compañeros. Uno más renunció esa misma semana, y Leticia —la chica que también había visto una sombra— solicitó cambio de turno. El ingeniero trató de restarle importancia, diciendo que la falta de sueño podía jugarnos malas pasadas y que toda la situación se había salido de proporción. Aun así, aprobó un refuerzo en la seguridad, intentando calmar los ánimos. Lo último que supe de aquel ser —o de aquella persona— fue un rumor que corrió a las pocas semanas de mi encuentro. Supuestamente, uno de los vigilantes nocturnos, cansado de las historias, decidió inspeccionar la bodega de harina con más frecuencia. En una de esas rondas, aseguró haber hallado pisadas entre la harina derramada, huellas desniveladas, como si pertenecieran a alguien con un pie más alargado que el otro. Al seguirlas, lo condujeron a una puerta clausurada que llevaba a una especie de sótano que prácticamente nadie usaba. Esa puerta tenía candado, pero el candado estaba forzado. Según él, oyó un jadeo al otro lado y prefirió no entrar, por temor a encontrarse con algo que escapaba a toda lógica. Después de aquello, renuncié. No pude soportar más la tensión de caminar por esos pasillos esperando que en cualquier momento apareciera ese hombre de mirada muerta y manos ensangrentadas. Hasta el día de hoy, no tengo una explicación coherente para lo que vi. A veces pienso que tal vez era un intruso herido o alguien con severos problemas mentales que logró infiltrarse en la planta. Otras veces me inclino a creer que aquello no pertenecía al ámbito de lo humano, sino a un horror más allá de lo que entiendo. Comparto esta historia para advertir que en la penumbra de una fábrica tan cotidiana como Bimbo pueden esconderse secretos oscuros. Las máquinas y los hornos nunca se detienen, pero tampoco revelan lo que sucede en esos rincones donde las cámaras no llegan y la vigilancia es insuficiente. Muchos dirán que todo es fruto de la imaginación colectiva, de la fatiga de quienes trabajamos sin ver la luz del sol. Pero yo sé lo que experimenté. Siento todavía el escalofrío de aquella noche, la parálisis del miedo más primitivo y la certeza de que había presenciado algo que escapa a la razón. Desde entonces, no miro las barras de pan de la misma manera. A veces, cuando las compro en la tienda, recuerdo con un nudo en el estómago la silueta de aquel ser, moviéndose con torpeza, cubierto de quién sabe qué sustancia, en medio de un pasillo sin apenas luz. Quizás siga ahí, escondido tras los sacos o en ese sótano del que pocos conocen su existencia, porque la producción continúa y la fábrica no deja de funcionar. Y en las horas más profundas de la noche, nunca se sabe qué puede rondar entre las sombras de las bandas transportadoras y los hornos incandescentes.