4 Historias REALES de Terror de PANDA EXPRESS | Relatos de Terror

historia 1

Me llamo Rodrigo y soy estudiante de ingeniería en la UNAM. Vivo en un pequeño departamento en la Colonia del Valle, en Ciudad de México. Siempre he sido escéptico con las historias de miedo, pero lo que me ocurrió hace unas semanas en un Panda Express cercano me dejó marcando cada sombra y cada rincón oscuro. Nunca había sentido una inquietud tan opresiva y, lo peor, es que no tengo explicación alguna para lo que pasó. Era un jueves por la noche, cerca de las 10. Había tenido un día pesado, lleno de clases y trabajo, y no quería cocinar. Decidí pasar por el Panda Express de Insurgentes, justo a unos minutos de mi departamento. Ese lugar solía estar medio vacío a esa hora, perfecto para tomar algo rápido y regresar a casa.
Cuando entré, noté que el lugar estaba inusualmente desierto: apenas una empleada detrás del mostrador y una pareja en la esquina, medio ocultos detrás de una columna. La música ambiental era tan baja que se escuchaba cada paso que daba sobre las baldosas. Pedí un chow mein con pollo agridulce y me senté cerca de la ventana para matar el rato revisando mi celular mientras comía. Algo raro empezó a suceder cuando levanté la mirada: la pareja que había notado antes seguía en la misma posición, pero ya no estaban comiendo ni hablando entre ellos; simplemente miraban hacia el centro del local como si esperaran algo. Sentí una incomodidad sutil, como si hubieran estado en esa posición desde que entré. Decidí ignorarlos y seguir con mi comida. Unos minutos después, la empleada salió del mostrador para limpiar las mesas. Me fijé en su rostro: tenía ojeras profundas y su piel se veía pálida, como si no hubiera dormido en días. Mientras se movía, noté que evitaba pasar cerca de la pareja, como si su presencia la incomodara. Limpiaba rápido y con movimientos tensos, apilando las bandejas con más fuerza de la necesaria. Cuando llegó a mi mesa, le pregunté si todo estaba bien. Me miró por un segundo, como si estuviera considerando si debía responder o no, y luego dijo en voz baja: —Hoy no es buena noche para estar aquí tan tarde. Mejor termine rápido y váyase. Su tono era serio, casi como una advertencia, y me dejó con un nudo en el estómago. Quise preguntar más, pero ella ya se alejaba, dirigiéndose al mostrador sin mirar atrás. La pareja en la esquina seguía sin moverse, pero ahora parecían mirarme directamente. Sus ojos estaban ligeramente vidriosos, como si estuvieran ausentes. Decidí no darle más vueltas al asunto, terminé mi comida y me puse de pie para irme. Al pasar cerca de la pareja, sentí un leve escalofrío, pero no por miedo, sino por algo más físico, como un cambio de temperatura repentino. Sus cabezas giraron hacia mí al unísono, sus ojos vacíos clavados en los míos. No dijeron nada, pero el silencio era tan denso que me pesaba en el pecho. Cuando llegué al mostrador para tirar mi bandeja, la empleada me detuvo. —Déjelo ahí, yo lo recojo después —dijo rápidamente, como si quisiera que saliera cuanto antes. Salí del local y caminé de vuelta a casa, tratando de sacudirme la sensación extraña que me había dejado esa noche. Pero la cosa no terminó ahí. A las 3 de la mañana me desperté con un hambre extraña, como si no hubiera comido en días. Caminé a la cocina y, mientras calentaba un poco de pan, escuché un ruido tenue en la sala. Pensé que era mi imaginación, pero al acercarme vi algo que me heló la sangre: sobre la mesa del comedor había una bandeja idéntica a las que usan en el Panda Express, con restos de chow mein y pollo agridulce. Lo primero que pensé fue que había traído la bandeja sin darme cuenta, pero no tenía sentido. Revisé mi mochila, la basura, incluso la bolsa donde suelo guardar mis cosas después de salir, pero no había rastro de nada que explicara cómo esa bandeja había llegado ahí. Decidí no darle más vueltas y regresé a la cama, aunque apenas pude dormir. A la mañana siguiente fui al Panda Express con la esperanza de obtener alguna explicación. Cuando llegué, me encontré con las puertas cerradas y un aviso en la ventana que decía: “Cerrado por mantenimiento”. Una señora que vendía tamales cerca notó que me quedé mirando el aviso y se acercó. —¿Anda buscando ese lugar? —preguntó, y asentí. —Lleva días cerrado. Dijeron que una empleada se enfermó y tuvieron que fumigar, pero yo escuché que encontraron algo raro aquí en la madrugada, algo que nadie quiere contar. Le agradecí y me fui con más preguntas que respuestas. Desde entonces evito pasar por ese lugar. No sé qué ocurrió realmente esa noche, pero cada vez que cierro los ojos puedo ver a esa pareja inmóvil y los ojos cansados de la empleada. Y siempre me queda la duda: ¿Qué pasaría si me hubiera quedado un poco más?

historia 2

Voy a contarte lo que pasó en el Panda Express donde trabajé hace unos años. No soy de esos que se asustan fácil ni que andan inventando historias para llamar la atención, pero lo que viví ahí me dejó marcado. Lo he contado pocas veces porque cuando lo hago, la gente piensa que exagero. Pero te juro que cada palabra es verdad. Era 2019. Había conseguido el trabajo porque un amigo me recomendó; necesitaba dinero para la universidad y, aunque el horario era pesado, el sueldo no estaba tan mal. El Panda Express estaba en una plaza comercial de esas que están casi siempre medio vacías, y yo entraba al turno de cierre, que era el más pesado. Cerrábamos a las 11 de la noche, pero entre limpiar la cocina, trapear el piso y contar la caja, a veces salíamos hasta la 1. El equipo era pequeño, éramos cuatro en la noche. Brenda, la encargada, era estricta pero buena onda. Estaban también Luis y Mayira, que hacían casi siempre lo mismo que yo: atender a los clientes y limpiar al final del turno. Pero había un detalle que me parecía raro desde que empecé: Brenda nunca se quedaba hasta el final. Siempre encontraba un pretexto para irse temprano, justo antes de las 10. —Ustedes terminan de cerrar, no se olviden de revisar la puerta de atrás —nos decía cada vez, como si estuviera más preocupada por esa puerta que por el resto del local. Al principio no le di importancia, pero después empecé a notar cosas raras. Una noche, mientras limpiaba las mesas, me di cuenta de que había manchas de grasa en una de las paredes del comedor. Eso era raro, porque acabábamos de limpiar todo. Me acerqué para pasarle el trapo y entonces lo vi: era una especie de marca, como si alguien hubiera pasado la mano sucia por ahí. Pero lo extraño es que la marca no estaba a la altura normal, sino muy arriba, casi en la esquina de la pared, y no era una mano pequeña: parecía de alguien muy alto. —¿Ya viste eso? —le dije a Luis, señalando la marca. —Ah, eso siempre aparece —respondió él sin levantar mucho la vista—. No importa cuánto limpiemos, siempre está ahí. Al día siguiente me quedé callado, pero algo me incomodó en su tono: parecía que no quería hablar del tema. Esa noche, mientras terminábamos de cerrar, le pregunté a Mayira si sabía algo de esa marca. —Ah, ¿te refieres a la mano? —me dijo, como si fuera algo común—. No le hagas caso. Hay cosas raras aquí, pero si no las pelas, no te hacen nada. Eso me dejó con más dudas: “la mano”. ¿Qué quería decir con “cosas raras”? Unos días después ocurrió algo que me hizo entender que no eran solo supersticiones. Era un viernes, y el Panda estaba más lleno de lo normal. Terminamos de atender a los últimos clientes casi a las 10:30. Brenda ya se había ido, como siempre, y Luis se estaba encargando de la caja. Mayira estaba en la cocina, limpiando las bandejas. Yo salí a la parte del comedor a trapear el piso. De repente, escuché un golpe fuerte en la puerta trasera: fue un golpe seco, como si alguien hubiera empujado la puerta con fuerza. Me quedé quieto, esperando escuchar algo más, pero todo estaba en silencio. Pensé que alguien se había equivocado de puerta, así que seguí limpiando. Minutos después, otro golpe. Esta vez fue más fuerte, y luego escuché algo que me puso la piel de gallina: el sonido de pasos pesados, como si alguien estuviera caminando por el pasillo que daba a la puerta trasera. Pero no había nadie allá; la puerta daba a un callejón que siempre estaba vacío a esa hora. Me acerqué a la cocina. —¿Escucharon eso? —pregunté—. Es la puerta de atrás, ¿no? —Sí, pero… hay alguien afuera. No abras —me dijo Mayira, mirándome fijamente—. Nunca abras esa puerta si escuchas algo. Sentí que se me secaba la boca. —¿Por qué? —Porque no es alguien. Luis se unió a la conversación, pero parecía más fastidiado que asustado. —¿Le estás contando esas cosas? —le dijo a Mayira—. Ya deja de espantar a los nuevos. —Es que es verdad —insistió ella—. No es normal. Eso lleva pasando desde que Brenda es encargada. Siempre pasa tarde, y siempre es en la puerta de atrás. Luis suspiró y volvió a la caja, pero yo no podía quitarme la sensación de que algo estaba mal. Esa noche me quedé solo un momento mientras los demás estaban en la cocina. Revisé que la puerta principal estuviera bien cerrada y me dirigí al pasillo que daba a la puerta trasera. Había un olor raro, como a humedad, que no había notado antes. Me acerqué despacio y, justo cuando estaba a punto de girar la perilla, alguien tocó desde afuera. Pero no fue un golpe: fue un toque suave, lento, insistente. Me congelé. —¿Luis? ¿Mayira? —llamé, pero mi voz apenas se escuchó. El toque continuó, y entonces algo más: una respiración pesada, como si alguien estuviera justo del otro lado, esperando. —No abras —dijo Mayira, apareciendo detrás de mí. Me tomó del brazo y me jaló hacia la cocina—. Vámonos, ya terminamos. No discutí. Cerramos rápido y salimos por la entrada principal. Mientras caminábamos hacia el estacionamiento, le pregunté: —¿Qué es lo que pasa aquí? —Nadie sabe bien —me dijo—, pero algo (o alguien) estuvo aquí antes de que esto fuera un Panda Express, y nunca se fue. Al día siguiente, Brenda nos reunió antes de empezar el turno. —Quiero que todos sepan que no deben quedarse solos en el local después de cerrar, ¿entendido? —nos dijo seria—. Si escuchan algo, no investiguen. Si alguien toca la puerta, no abran. Solo váyanse. No explicó más, pero nunca he podido olvidar ese toque suave y la respiración al otro lado de la puerta. Un mes después renuncié, pero cada vez que paso por ahí, siento que algo sigue esperando detrás de esa puerta trasera.

historia 3

Mi nombre es Esteban y trabajo como diseñador gráfico freelance. Mi rutina diaria es más bien monótona: paso horas frente a la computadora revisando correos y ajustando proyectos para clientes que muchas veces ni siquiera conozco en persona. Vivir así puede ser solitario, pero siempre he encontrado consuelo en mis pequeños rituales. Y uno de ellos es comer en el mismo restaurante casi todos los días. El Panda Express de la Colonia Roma se convirtió en mi lugar favorito desde hace más de un año. Quedaba a solo unas cuadras de mi departamento y la comida me resultaba reconfortante. El personal ya me conocía, especialmente Carolina, una de las empleadas que siempre me atendía con una sonrisa. Sabía exactamente lo que pediría: —¿Un bowl de arroz frito con pollo Beijing, lo de siempre, Esteban? —me preguntaba al verme cruzar la puerta. —Ya te lo sabes, Caro —respondía yo con una sonrisa. Pero hubo un cambio sutil que empezó a preocuparme hace unas semanas. Carolina dejó de estar tan animada; sus ojos se veían cansados y sus respuestas eran cada vez más mecánicas. Pensé que tal vez tenía problemas personales o estaba agotada por el trabajo, así que no le di demasiada importancia al principio. Sin embargo, lo que comenzó como una incomodidad se convirtió en una experiencia que todavía me cuesta comprender. Todo empezó un martes. Entré al restaurante a la hora de siempre, poco después de las 2 de la tarde. El lugar estaba extrañamente vacío, no había clientes y solo se escuchaba la música ambiental, más baja de lo habitual. Carolina estaba detrás del mostrador, pero ni siquiera me miró cuando entré. —¿Todo bien, Caro? —le pregunté mientras me acercaba. —Sí, todo bien —respondió sin levantar la vista. Me pareció raro, pero no quise insistir. Hice mi pedido y, mientras esperaba que me lo prepararan, noté algo extraño en la cocina: había una puerta entreabierta que nunca antes había visto. Desde mi lugar podía ver un pasillo oscuro que no parecía llevar a ninguna parte en particular. No recordaba haber notado esa puerta en todas mis visitas anteriores, y algo en ella me incomodó. Cuando Carolina me entregó el bowl, decidí preguntarle: —Oye, ¿qué hay detrás de esa puerta? —señalé hacia el pasillo. Ella se tensó de inmediato y evitó mirar en esa dirección. —Nada importante, solo un almacén. Me quedé en silencio un momento; su reacción me pareció exagerada, pero decidí no insistir. Me senté en mi mesa habitual y comencé a comer, aunque la curiosidad no me dejaba concentrarme. De vez en cuando levantaba la vista hacia la puerta entreabierta. Me parecía ver sombras moviéndose en el pasillo, pero me decía a mí mismo que era mi imaginación. Después de un rato, el silencio en el lugar se volvió insoportable. No se escuchaban voces ni ruido de cocina; incluso la música ambiental se había apagado. Me levanté para tirar la basura de mi bandeja y fue entonces cuando lo escuché por primera vez: un ruido leve, como un susurro que venía desde el pasillo oscuro. Me detuve en seco y miré hacia la puerta: estaba abierta de par en par. Volteé hacia el mostrador, pero Carolina ya no estaba ahí. El lugar estaba completamente vacío. —¿Hola? —llamé, esperando que alguien respondiera. Nada. Me acerqué a la puerta con cautela. El pasillo era angosto y estaba mal iluminado, como si la luz al fondo parpadeara. Sentí un escalofrío, pero algo me impulsó a seguir adelante. Mis pasos resonaban contra las paredes y el aire olía extraño, como a humedad y algo metálico. El susurro volvió, más fuerte esta vez. Parecía una mezcla de voces, aunque no podía entender lo que decían. Me acerqué a la fuente del sonido, que parecía venir de una pequeña habitación al final del pasillo. Al llegar, me detuve frente a la puerta. Estaba entreabierta, y pude ver algo que me dejó paralizado. En el centro de la habitación había una mesa metálica y, sobre ella, algo que parecía un maniquí cubierto por una manta. Pero no era un maniquí. Pude ver una mano asomándose por debajo de la tela. Era una mano humana, delgada y pálida. Mi corazón se aceleró y estuve a punto de retroceder cuando escuché pasos detrás de mí. Volteé rápidamente y ahí estaba Carolina, pero algo en ella no era normal. Sus ojos estaban vacíos y su expresión no mostraba emoción alguna. —No deberías estar aquí, Esteban —dijo con una voz que no parecía suya. —¿Qué… qué es eso? —pregunté, señalando hacia la mesa. Ella no respondió. En lugar de eso, se acercó lentamente y cerró la puerta detrás de mí, dejando solo una rendija de luz que se filtraba por debajo. —Tienes que entender —comenzó a decir—. Todos los que vienen aquí, los clientes frecuentes, los que no faltan nunca… se vuelven parte del lugar. No entendía lo que quería decir, pero el miedo se apoderó de mí por completo. Di un paso atrás, pero choqué contra la mesa. La manta se deslizó un poco y lo que vi debajo me hizo querer gritar. Era un hombre; su piel estaba pálida y sus ojos abiertos miraban al techo, pero no se movía. Parecía vacío, como si lo hubieran despojado de todo lo que lo hacía humano. —No quería que te enteraras así —dijo Carolina, acercándose aún más—. Pero tú venías todos los días, y cuando alguien viene todos los días… bueno, se convierte en parte del menú. Retrocedí hasta chocar contra la pared. Mi mente estaba en caos, tratando de encontrar una salida. Carolina sacó un cuchillo de cocina y lo sostuvo con calma. —No duele tanto como piensas —susurró. Fue entonces cuando encontré un poco de valor. Lancé un tazón que estaba sobre la mesa, golpeándola en el rostro. Aproveché la distracción y corrí hacia la puerta. La empujé con todas mis fuerzas y salí al pasillo sin mirar atrás. Cuando llegué al restaurante, todo estaba normal: la música sonaba de nuevo y algunos clientes comían tranquilamente. Nadie parecía haber notado nada extraño. Corrí hacia la salida y no volví a mirar atrás. Días después regresé para comprobar si todo había sido una pesadilla, pero el Panda Express estaba cerrado. En la puerta había un letrero que decía: “Cerrado permanentemente”. Nunca volví a ver a Carolina. Y desde entonces, cada vez que paso frente a un restaurante de esa cadena, siento una inquietud que no puedo explicar, porque sé que en algún lugar, en algún rincón oscuro, todavía hay personas que forman parte del menú.

historia 4

Mi nombre es Manuel Torres. Tengo 36 años y trabajé como gerente del Panda Express en una plaza comercial al sur de la Ciudad de México, en Perisur, durante 3 años. Nunca me había pasado nada extraño en el restaurante, nada fuera de lo común, pero una noche, hace unos meses, viví algo que no puedo olvidar. Lo que me pasó me hizo renunciar a ese trabajo y jurarme a mí mismo que nunca volvería a estar solo en un restaurante después de que cierra. Todo comenzó como cualquier cierre normal. Era lunes, día flojo. A las 9:45 de la noche ya habíamos terminado de atender a los últimos clientes y comenzamos a limpiar el área de comedor y la cocina. Mis empleados, Luis y Carmen, se movían rápido; sabían que no me gustaba que nos quedáramos más tiempo del necesario. —Manu, ¿quieres que cierre yo? —preguntó Carmen mientras recogía la estación de bebidas. —No te preocupes, yo me quedo. Váyanse temprano. Para las 10:20 ya estaban ambos afuera, despidiéndose con la mano, mientras yo cerraba la cortina metálica y pasaba la tranca. Me gustaba quedar a revisar inventario y cuadrar la caja sin interrupciones. La plaza estaba tranquila a esa hora: solo los de limpieza y algunos guardias de seguridad caminaban por los pasillos. Todo estaba en silencio; solo se escuchaba el zumbido del refrigerador y el aire acondicionado. Terminé de contar el efectivo y me puse a revisar los reportes del día en la computadora. Había tenido un mal mes: las ventas estaban bajas y la gerencia regional me presionaba. Me perdí en los números hasta que noté algo raro. Había un pedido registrado a las 10:38 pm. Nadie había entrado al local después de que cerré, y los empleados se habían ido hacía rato. El pedido era extraño: un combo grande con dos entradas, chow mein y arroz frito, con pollo Beijing y res con brócoli. Pero lo que me llamó la atención fue que, en la sección de notas del pedido, alguien había escrito: “No lo ignores”. Sentí una incomodidad que no supe explicar. Pensé que era un error del sistema, un bug o algo así. Decidí ignorarlo y terminé el reporte. Pero justo cuando estaba por apagar la computadora, el monitor parpadeó y se apagó solo. Pensé que era una falla eléctrica, pero las luces del local seguían encendidas, al igual que los refrigeradores. Me acerqué a la caja para reiniciar la computadora, pero antes de que pudiera tocarla, el teléfono del restaurante sonó. El sonido me tomó por sorpresa; nadie debería estar llamando a esa hora. Lo dejé sonar un par de veces antes de contestar. —Panda Express Perisur, buenas noches. Silencio. —¿Hola? —insistí, con el teléfono pegado a la oreja. Entonces una voz baja y pausada rompió el silencio. Era una voz de hombre, pero sonaba cansada, como si le costara hablar. —No lo ignores. Se me erizó la piel. —¿Quién habla? ¿Es alguna broma? La línea se cortó de golpe. Colgué el teléfono tratando de calmarme. Pensé que algún bromista se había colado a la plaza y estaba jugando conmigo. Quizá era uno de los guardias intentando ser gracioso. Decidí no darle más vueltas y continuar con lo que hacía. Mientras guardaba los reportes en una carpeta, escuché un ruido en la cocina. Fue un golpe seco, como si alguien hubiera tirado algo pesado al suelo. Me congelé. Tomé un cuchillo del mostrador antes de avanzar hacia la cocina. —¿Hay alguien ahí? —pregunté con la voz firme. Silencio. Entré a la cocina y revisé cada rincón. Todo parecía en orden, excepto por una bandeja que estaba tirada en el suelo. La levanté y me di cuenta de que tenía un recipiente de unicel adentro, de los que usamos para las órdenes para llevar. Mi respiración se aceleró. Me acerqué lentamente y abrí la tapa del paquete. Adentro había chow mein y arroz frito, pero lo que me hizo soltar el recipiente fue la nota que estaba encima. Era una servilleta doblada, escrita con bolígrafo negro. Decía lo mismo que la nota en el sistema: “No lo ignores”. El teléfono sonó de nuevo. No quise contestar, pero el sonido se hizo insoportable. Corrí hacia la caja y descolgué. —¿Qué demonios quieres? La misma voz susurrando con esfuerzo: —¿Por qué cerraste la puerta? ¿Por qué ignoraste la última orden? Mi corazón latía con fuerza. —¿Qué orden? La línea se quedó en silencio por unos segundos. Luego la voz habló de nuevo, pero esta vez más cerca, como si estuviera justo detrás de mí. —Estoy esperando. Me giré de golpe con el cuchillo en la mano, pero no había nadie, solo el local vacío y el zumbido constante de los aparatos. Corrí hacia la entrada y levanté la cortina metálica para salir. No me importó dejar todo desordenado, necesitaba salir de ahí. Mientras bajaba la cortina para cerrarla, vi algo por el reflejo del vidrio de la puerta. Había alguien sentado en una de las mesas del fondo. Era un hombre; vestía un uniforme viejo de Panda Express, pero estaba sucio y desgastado, como si llevara años sin lavarse. No pude ver su rostro con claridad, pero su cabeza estaba ladeada, como si me estuviera observando. Bajé la cortina tan rápido que casi me aplasto los dedos. Esa noche no dormí. Al día siguiente fui al restaurante, pero no les conté a mis empleados lo que había pasado. Solo presenté mi renuncia y me fui. Días después, un excompañero me contó que ese local había tenido un gerente antes que yo, un hombre que había trabajado ahí desde la inauguración. Se decía que un día, después del cierre, se quedó solo y nunca volvió. Nadie sabe qué pasó con él, pero algunos empleados aseguran que, a veces, por las noches, alguien sigue tomando pedidos en la computadora.