3 Historias REALES de Terror Ocurridas en MADRUGADA | Relatos de Terror

historia 1

Me llamo Daniel y decidí contar esta historia porque todavía no puedo conciliar el sueño sin revivir cada detalle de lo que sucedió aquella madrugada. Cada vez que cierro los ojos, las imágenes de esa noche vuelven con una nitidez que me revuelve el estómago. Comparto mi experiencia con la esperanza de que sirva de advertencia para cualquiera que, como yo, crea que la ciudad adormecida es inofensiva en las primeras horas de la mañana.
Recuerdo que aquel día terminé mi turno bastante tarde en el restaurante donde trabajo como ayudante de cocina. Era un local modesto, ubicado cerca de la Calzada de Tlalpan, en la Ciudad de México. El reloj marcaba casi la 1 de la mañana cuando logré salir para dirigirme a mi casa, en la colonia Portales. Mis compañeros me habían recomendado que no viajara tan tarde, pero no tenía más remedio: necesitaba el dinero extra y había tomado el turno de cierre. Nunca pensé que algo tan simple como caminar unas calles de noche cambiaría mi vida de manera tan drástica. Al salir, crucé la avenida y entré a una tienda Oxxo para comprar una botella de agua. Me sorprendió que hubiese varias personas rondando por ahí: algunos vagabundos, otros probablemente esperando algún transporte de emergencia. La calle estaba iluminada a medias; las lámparas de vapor de sodio parpadeaban: un foco sí y el siguiente no. Conforme avanzaba, el frío de la madrugada me calaba los huesos. Es curioso cómo la ciudad puede dar la impresión de estar totalmente desierta cuando en realidad hay ojos que te observan desde cada esquina oscura. Me dirigí hacia la estación del Metro Ermita con la esperanza de encontrar un taxi colectivo que a veces pasa en la madrugada. Sin embargo, conforme avancé por la acera, noté algo peculiar: un vehículo estacionado a media cuadra, con el motor encendido pero las luces apagadas. No me pareció sospechoso de inmediato, porque en esta ciudad a veces la gente se detiene a esperar a alguien o hace una pausa para contestar mensajes, pero algo me provocaba desconfianza. Quizá el silencio, quizá la posición extraña en la que estaba aparcado. Decidí no darle demasiada importancia y continué mi camino. Cuando llegué a la esquina, volteé por instinto. El coche seguía ahí, con el motor ronroneando. Me pareció ver que alguien dentro del auto me observaba, pero no quise quedarme a descubrirlo. Crucé la calle con paso rápido, buscando la zona iluminada por la luz de un anuncio de lonchería que aún seguía encendido. Iba atento a cualquier movimiento, pues la madrugada suele disfrazar intenciones peligrosas bajo la apariencia más mundana. Para mi mala fortuna, no encontré ningún taxi colectivo aquella noche; por algún motivo, el servicio escaseaba. Pensé en volver al restaurante y pedirle ayuda a alguien, pero mi orgullo pudo más. Decidí seguir andando rumbo a la colonia, convencido de que no estaba tan lejos. Solo tendría que caminar unas cinco o seis calles hasta llegar a una avenida más transitada, donde tal vez tendría más posibilidades de encontrar un taxi de sitio. Pero a medida que me internaba en las calles poco iluminadas, la soledad se hacía más y más palpable. Caminé durante unos 20 minutos. El ruido lejano de la avenida principal se mezclaba con los ladridos de algunos perros y el motor de vehículos a la distancia. A ratos, me sentía vigilado, pero miraba hacia atrás y solo veía sombras que se alargaban por efecto de los focos amarillos. Una vez pasé frente a una panadería cerrada, con la esperanza de que estuviera abierta para refugiarme un instante y tomar un café caliente. No me quedaba otra que continuar. Así que crucé otra calle. Fue entonces que escuché el rechinar de llantas a lo lejos. Volteé sin pensarlo dos veces y me di cuenta de que el mismo vehículo de antes me seguía. Aquella vez el auto tenía encendidas las luces bajas, y pude distinguir con más claridad su silueta: un sedán oscuro, de placas que no alcancé a leer. El conductor pisó el freno al verme voltear y noté que el auto se quedó a varios metros de mí, como si no quisiera acercarse demasiado para delatar sus verdaderas intenciones. Sentí que el corazón se me aceleraba con tanta fuerza que casi podía escucharlo. Pensé en llamar a la policía, pero mi celular estaba con poca batería y, para colmo, jamás he confiado en que llegarían a tiempo. Aun así, opté por fingir que hablaba por teléfono para dar la impresión de que alguien sabía de mi ubicación. En voz alta dije algo como: “Sí, ya estoy llegando, espérame en la entrada”, y lo repetí un par de veces con el objetivo de espantar a quien fuera que me estuviera acechando. Pero mi acto apenas duró unos segundos, porque el teléfono marcó el temido mensaje de “batería agotada” y se apagó al instante. Allí me quedé, con el aparato inservible y la sensación de haber sido exhibido en mi mentira. Apresuré el paso, tratando de encontrar alguna tienda o puesto nocturno abierto a esa hora. Una de las pocas posibilidades era un puestito improvisado que a veces habría cerca de la gasolinera de la colonia Narvarte. Caminaba casi corriendo, mientras escuchaba el motor del auto que avanzaba despacio, como si quisiera mantenerme en su campo de visión, pero sin perder su cobertura de las sombras. En un momento crucé una calle mal iluminada y, al asomarme por el siguiente tramo, vi un retén improvisado de la policía. Me dirigí hacia allá con un suspiro de alivio, pero para mi horror, cuando me acerqué, me di cuenta de que ya se estaban retirando los agentes. Se marcharon en sus patrullas y ni siquiera me dieron oportunidad de pedir ayuda. El auto se detuvo a unos 50 metros de mí, estacionado en doble fila, y escuché cómo las puertas se abrían y cerraban. De pronto salieron dos hombres. Uno de ellos, con chamarra de piel, se recargó en la parte trasera del vehículo, encendiendo un cigarro. El otro, alto y con gorra, se quedó de pie a un lado de la puerta del conductor. Fingí no verlos y continué mi marcha, pues no quería provocar nada. Pero la calle estaba muy sola y yo no tenía adónde huir. Me armé de valor —o tal vez de resignación— y pasé lo más lejos que pude de ellos, por la banqueta contraria. El que estaba fumando dijo algo en voz alta, supuestamente dirigido hacia su amigo, pero era evidente que el mensaje era para mí: —Hace frío, ¿no? Hay que saber dónde quedarse a dormir. Traté de ignorarlo y seguir mi camino, pero algo me decía que estaba a punto de ocurrir lo peor. En ese instante, el hombre de la gorra alzó la voz: —Oye, compadre, ¿tienes hora? Y antes de que pudiera responder, avanzó con pasos firmes hacia mí. No pude contener el impulso de girar y echar a correr, pero apenas di unos cuantos pasos tropecé con una bolsa de basura mal colocada en la acera y caí al piso de manera estrepitosa. Sentí un dolor punzante en la rodilla y en el codo al chocar contra el pavimento. En cuestión de segundos tenía a los dos sujetos encima. El de la chamarra me apuntó con algo que no alcancé a ver con claridad, solo sentí un objeto duro contra mi costado. El de la gorra revisó mis bolsillos con una destreza que me heló la sangre, como si estuviera acostumbrado a asaltar gente a diario. Me quitó la cartera, las llaves y revisó mi mochila en busca de objetos de valor. Apenas traía algo de dinero en efectivo y un par de cosas personales. No tenía un teléfono caro, solo el viejo que se me acababa de apagar. Aun así, se quedaron con él. Pensé que se irían tras quitarme mis pertenencias, pero no fue así. Con voz autoritaria, uno de ellos me dijo: —Ahora te paras y nos acompañas, hay que platicar un momento. Sentí que las piernas no me respondían. Tenía demasiado miedo de que me golpearan o, peor, que me hicieran subir al auto y me llevaran a un lugar desconocido. Les supliqué que me dejaran ir, que no tenía más dinero. Les dije que acababa de salir de trabajar y que vivía ahí cerca. El de la chamarra me miró con una frialdad que jamás olvidaré y, sin decir nada, me obligó a caminar a un callejón cercano. Entré en pánico. A esas horas nadie andaba en la calle y el callejón estaba oscuro, a excepción de una luz tenue que parpadeaba en la parte de arriba de un poste. Al fondo se veían paredes grafiteadas y un montón de cascajo amontonado. Con todo el valor que pude reunir, me negué a seguir avanzando. Uno de ellos se frustró y me empujó contra la pared. Sentí un impacto en la cabeza y un pitido en los oídos, pero alcancé a escuchar lo que decían: —Le vamos a sacar la información, tiene que traer algo más. Me quedé aturdido, pensando qué información podía querer alguien de mí. Solo era un ayudante de cocina que volvía a casa tarde. De pronto vi pasar una camioneta de la Secretaría de Seguridad Ciudadana por la calle principal, al final del callejón. Creí que al fin podría tener un milagro de salvación, pero mi esperanza se esfumó en un segundo cuando el vehículo pasó de largo sin detenerse. Uno de los hombres me jaló de la chamarra para evitar que corriera a pedir ayuda. El olor a cigarro y alcohol que despedían me provocó náuseas. Estaba atrapado y no tenía forma de defenderme. En ese momento recordé que en mi mochila llevaba un cuchillo pequeño para cortar frutas, el que uso en la cocina del restaurante cuando salgo a comprar insumos a mitad de la jornada. No era muy grande ni estaba afilado, pero algo era mejor que nada. Me mantuve inmóvil, esperando que bajaran la guardia para meter la mano en el bolsillo interno de la mochila. Uno de ellos me metió un manotazo en el hombro, [Aplausos] advirtiéndome lo impensable. Cuando el de la gorra se inclinó hacia mí para hablarme al oído, giré mi cabeza y lo golpeé en la frente. Fue un golpe torpe, más de instinto que otra cosa. Aproveché su desconcierto para asestarle un empujón y soltarme del que me sujetaba la chamarra. Con un movimiento rápido deslicé mi mano hasta el cuchillo y lo saqué. Sentí que mi cuerpo temblaba de puro pánico. El de la chamarra me miró sorprendido, pero en vez de retroceder avanzó hacia mí. Entonces dejé salir un grito que surgió desde lo más profundo de mi miedo y le mostré el cuchillo, sin acercarme demasiado. No quería matar a nadie ni lastimar a nadie, solo buscaba una salida. Grité algo como: —¡Déjenme ir! Para mi sorpresa, dudaron un momento. El de la gorra se tambaleó un poco, aún aturdido por el cabezazo, y soltó unos insultos que prefiero no repetir. Pero en ese breve lapso tuve espacio para correr hacia la salida del callejón. No lo pensé dos veces; salí disparado, casi sin sentir el dolor de la rodilla, mientras escuchaba los pasos apresurados de esos tipos detrás de mí. Crucé la calle principal en sentido contrario, sin importar si venía algún auto. Afortunadamente, ningún coche circulaba en ese instante. Oí que gritaban algo —tal vez que me iban a alcanzar— y sentí una oleada de pánico que me nubló la vista. Corrí con todas mis fuerzas, sin saber hacia dónde, buscando alguna luz, un negocio abierto o lo que fuera. Llegué a una calle donde se alzaba un pequeño motel, de letrero apagado. Vi a un hombre —quizá el vigilante o el recepcionista— parado en la puerta. Le rogué que me dejara entrar, le dije que me querían asaltar, que me estaban siguiendo. Él me miró con incredulidad, como si no supiera si creer mi historia o temer que yo fuera parte de un problema. Aun así, me dejó pasar al recibidor y cerró la puerta de metal detrás de mí. Desde la pequeña ventana que daba a la calle, vi a los dos hombres acercarse. El tipo de la gorra se llevó la mano a la frente, todavía resentido por el golpe, y me buscó con la mirada. Cuando vio que estaba dentro del motel, pateó la puerta metálica y lanzó toda clase de amenazas. El recepcionista se mantuvo firme y llamó a la policía con su teléfono. Pensé que estaba a salvo. Mientras esperábamos a los agentes, escuché a los dos sujetos dar vuelta en la esquina, insultando y maldiciendo a todo pulmón. Me quedé ahí, en el silencio tenso del lobby del motel, intentando recobrar el aliento y sentir algo de calma. Cuando al fin llegaron dos oficiales, salimos para ver si localizaban a mis agresores, pero ya no había ni rastro de ellos. Me hicieron un par de preguntas, como si dudaran de mi versión. Les conté todo lo que sucedió, les mostré el raspón sangrante en la rodilla y el golpe en la cabeza. Aun así, lo único que hicieron fue asentir y decirme que me convenía pasar al Ministerio Público a levantar una denuncia. El recepcionista del motel me ofreció un vaso de agua y trató de tranquilizarme. Me aconsejó que no caminara de madrugada y que consiguiera un taxi para irme a casa. No tenía dinero suficiente —me habían quitado casi todo— y mi celular estaba inservible. Fue él quien se apiadó de mí y me prestó algo de efectivo para pagar el viaje. Lo menos que quería era pasar otra hora en la calle, así que acepté sin dudar. Conseguí un taxi en la avenida principal, con los nervios a flor de piel, mirando constantemente por la ventana trasera para asegurarme de que no me siguieran. El conductor, un señor canoso y de voz amable, notó mi estado y me preguntó si me sentía bien. No quise ahondar en detalles; simplemente respondí que había tenido una mala noche. Él me dijo que la ciudad se volvía muy peligrosa a esas horas y que ya no había lugar seguro. También comentó que ese tramo cerca de la Calzada de Tlalpan se había vuelto zona de robos y agresiones recientes, sobre todo entre la una y las 4 de la mañana. Cuando por fin llegué a mi casa, sentí un alivio tan grande que mis piernas flaquearon al bajar del taxi. Agradecí al señor y subí rápidamente las escaleras del edificio. Mi madre casi se desmaya al verme entrar hecho un desastre, cojeando y con sangre en la frente. Le conté lo que pasó, a grandes rasgos, y terminó por llamar a mi hermano, quien vivía a unas cuadras. Vino enseguida y me llevó a una clínica particular, donde me revisaron y confirmaron que no tenía fracturas, solo un golpe contuso en la rodilla y una herida superficial en la cabeza. Los días siguientes fueron un tormento emocional. Dormía mal, despertaba con la angustia de sentir que alguien me vigilaba tras la ventana. Mi madre me decía que me calmara, que estaba a salvo, que no volvería a suceder, pero yo no podía simplemente cerrar los ojos y fingir que todo estaba bien. Sentía un nudo en el pecho cada vez que recordaba la mirada fría de esos hombres o el momento en que me forzaron a entrar al callejón. Me preguntaba una y otra vez qué hubiera pasado si no hubiera encontrado el cuchillo o si no hubiera hallado el motel abierto. Pasaron semanas antes de que me animara a salir de noche de nuevo, y cuando lo hice, me acompañaron mis hermanos en coche. No quería tomar transporte público a altas horas. Incluso pedí una modificación en mi trabajo para evitar el turno de cierre, y mi jefe, al escuchar mi historia, accedió con tal de que me quedara en el restaurante. Tomé esa oportunidad porque necesitaba seguir ganándome la vida, pero ahora lo hacía con la clara conciencia de que en esta ciudad uno nunca sabe qué acecha en la penumbra de la madrugada. Con el paso del tiempo, mis heridas físicas sanaron, pero la cicatriz mental se quedó. Cada sirena de patrulla me sobresalta, cada vez que escucho el rechinido de llantas me pongo en alerta. Decidí contar esta historia para que quien la lea o la escuche entienda que a veces el verdadero terror no viene de fantasmas ni de demonios, sino de personas reales, dispuestas a todo con tal de conseguir lo que quieren. Quiero que cualquiera que dependa de un turno nocturno, de un trabajo tardío o de tener que transitar por la ciudad a esas horas, tome precauciones: que no vayan solos, que se mantengan en vías iluminadas, que busquen transporte de confianza. Porque la madrugada puede ser engañosa. Aún recuerdo el rostro del recepcionista del motel, su mirada incrédula al principio y luego su solidaridad al prestarme dinero para el taxi. Fue uno de los pocos gestos de humanidad que recibí esa noche, y se lo agradezco profundamente. También guardo en mi memoria el semblante de los policías, indiferentes ante mi condición. Aquella noche entendí que la ciudad no duerme, simplemente se apaga en ciertas zonas para dar paso a los verdaderos monstruos que viven en lo cotidiano, que se alimentan del miedo de los demás. Ahora, cada que llego a casa, cierro la puerta y reviso varias veces los cerrojos. Mi madre me dice que me estoy volviendo paranoico y quizá tenga razón, pero no puedo hacer otra cosa. Prefiero vivir con cautela a exponerme de nuevo a ese terror tan real, tan humano, que conocí aquella madrugada. Por eso aquí dejo este testimonio, no para asustar sin motivo, sino para que entiendas que el peligro está ahí afuera, a veces en el auto estacionado a unos metros o en la voz que te pide la hora cuando nadie más está cerca. Después de todo, la Ciudad de México —con todo su bullicio y belleza— puede tornarse un laberinto de sombras cuando el reloj pasa de la medianoche. Aun así, la vida sigue, y al día siguiente la gente sale a sus trabajos, abre sus negocios y todo parece volver a la normalidad. Pero yo sé que esa normalidad es frágil. Sé que basta estar en el lugar y en el momento equivocados para que el terror toque a tu puerta. En mi caso apareció en forma de dos hombres que decidieron convertirme en su presa. Esa es mi historia, y la cuento porque no quiero que le suceda a nadie más. Prefiero que estés prevenido, que conozcas los riesgos de la madrugada, que te cuides y que, sobre todo, no camines a solas por esas calles que, aunque parezcan tranquilas, ocultan intenciones escalofriantemente humanas. He reflexionado mucho y, pese a todo, no quiero vivir con miedo. Quiero, al contrario, continuar con mi trabajo, ayudar a mi familia y, cuando las circunstancias lo permitan, mudarme a un lugar donde no tenga que andar largos trechos en la noche. Quizá cambie mis horarios o busque un empleo que no me exija terminar tan tarde; todavía no lo decido. Pero lo que sí sé es que jamás volveré a subestimar la oscuridad de la madrugada. Contarte esto me libera un poco, y espero que, si alguna vez te encuentras en una situación parecida, recuerdes mis palabras y busques ayuda antes de adentrarte en una calle oscura. No quiero que nadie más tenga que correr, ni escuchar amenazas a sus espaldas, ni sentir la presión de un arma contra el cuerpo. Así concluyo mi relato, con el corazón aún latiendo fuerte y la certeza de que la noche puede ser tan aterradora como cualquier historia de fantasmas, solo que más real y peligrosa. Hoy, cada vez que me veo obligado a salir tarde del trabajo, lo hago acompañado o prefiero pagar un taxi directo.

historia 2

Me llamo Adrián y decidí contar esta historia porque aún me cuesta dormir al recordar lo que viví en las calles de la Merced, en la Ciudad de México. Jamás imaginé que una rutina tan simple como volver caminando a casa al anochecer pudiera convertirse en un episodio que marcó mi vida. Trabajo como cargador en el mercado, ese lugar bullicioso donde se mezclan voces, olores de comida y todo tipo de mercancías. Mi turno suele terminar pasada la medianoche, cuando el movimiento disminuye y los puestos cierran. Aquella noche me quedé un poco más para ayudar a un amigo que descargaba costales de chile seco. Entre pláticas y esfuerzo, no noté que se nos hizo casi la una de la mañana. Al salir del mercado ya no encontré los taxis colectivos que suelen estacionarse en las esquinas. Solo me quedaba tomar el Eje 1 y caminar un par de cuadras hacia la parada de un camión nocturno. La zona lucía extrañamente desierta: las luces de los puestos estaban apagadas y los comercios con cortinas metálicas daban la impresión de estar abandonados. Decidí avanzar con paso firme, cargando mi mochila con herramientas de trabajo y la espalda adolorida de tanto cargar bultos durante el día. Tras cruzar una calle mal iluminada, noté un auto estacionado con las luces interiores encendidas. Pensé que se trataba de algún repartidor rezagado o un conductor que esperaba a alguien, pero al acercarme sentí cierta inquietud. El conductor mantuvo la mirada fija en mí, y aquello me puso en alerta. Aun así, no quise mostrar miedo. Seguí caminando y me interné en una calle lateral que lleva directo hacia mi colonia. A mitad de esa calle, un par de perros merodeaban entre bolsas de basura. El olor era fuerte, algo típico de la zona a esas horas. Cuando estuve a punto de pasar de largo, escuché el rechinido de llantas viniendo detrás de mí. Volteé con discreción y reconocí el mismo auto: avanzaba despacio, como si calculara mis pasos. Sentí el corazón acelerar; no tenía con qué defenderme, apenas un cúter guardado en la bolsa de la mochila. Quise apurar el paso hasta llegar a una pequeña tienda de abarrotes que, con suerte, estaría abierta. Sin embargo, al dar la vuelta en la esquina vi la cortina abajo y las luces apagadas. No había nadie a quien pedirle ayuda. El auto se detuvo a unos metros; dos hombres bajaron hablando en voz baja y se dirigieron hacia mí. Disimulé y continué mi camino, esperando que pasaran de largo. No fue así. Uno de ellos alzó la mano para que me detuviera: —Oye, ¿sabes dónde venden cigarros a esta hora? Me preguntó con un tono que pretendía sonar casual, pero se percibía tenso. —No, carnal, creo que ya todo está cerrado —respondí con la garganta seca. Antes de que pudiera reaccionar, el otro hombre se interpuso frente a mí. Lo vi de reojo: llevaba la mano en el bolsillo de la chamarra, como si ocultara algo. Sentí pánico. Empecé a retroceder con la mente en blanco. Uno de ellos exigió que les diera mi mochila. Se la tendí sin rechistar, convencido de que oponerme podría terminar peor. Revisaron su interior y se quedaron con mi cartera y mi viejo teléfono. Sin embargo, no se conformaron con eso. —Acompáñanos tantito. Necesitamos que nos digas una dirección —dijo el de la chamarra. Quise retroceder, pero me sujetó fuerte del brazo. Miré a mi alrededor, esperando encontrar a alguien que pasara por ahí. Nadie. La calle parecía un escenario vacío. En ese instante recordé mi cúter dentro de la bolsa lateral de la mochila. Con el forcejeo, me las ingenié para deslizar la mano y tomarlo. No pensaba hacerles frente de forma directa; solo necesitaba un instante de distracción para zafarme. Cuando el otro hombre revisaba con más cuidado mi mochila, me armé de valor y empujé con todas mis fuerzas al que me sujetaba. Él trastabilló y soltó mi brazo. Sin pensarlo, eché a correr calle abajo. Escuché cómo el otro gritaba insultos y se lanzaba tras de mí. Sentía la adrenalina encender mis piernas y darme fuerzas para escapar. A unos pasos vi un pequeño puesto de comida con la luz aún encendida. Quizá el dueño terminaba de limpiar. Lancé un grito pidiendo ayuda y, para mi fortuna, un hombre salió a asomarse. Al verme correr, comprendió de inmediato que algo andaba mal. Mis perseguidores se detuvieron a la mitad de la calle, dudando en avanzar. El hombre del puesto levantó un cuchillo grande de cocina y les gritó con voz firme que se alejaran. Sin mayor remedio, dieron media vuelta y se fueron corriendo hacia el auto. Se oyó el encendido del motor y el rechinar de llantas. Cuando volví la vista, el vehículo ya se perdía en la penumbra de la madrugada. Mis manos temblaban. Agradecí con la voz entrecortada al dueño del puesto, quien también estaba asustado. Me ofreció sentarme en un banquito y un vaso con agua. Tardé varios minutos en recuperar la compostura. Al final, llamamos a la policía con su celular, pero cuando llegaron los asaltantes ya llevaban mucho tiempo perdidos en las calles que rodean el mercado. Subí a una patrulla y el oficial me dejó cerca de mi colonia. Cuando entré a casa, apenas podía pronunciar palabra. Mi familia se sobresaltó al ver mi expresión. Les relaté en pocas frases lo que ocurrió. No pude dormir bien esa noche ni las siguientes. Cada que cerraba los ojos, recordaba la mano que me sujetó y ese auto siguiéndome. Al día siguiente fui a trabajar como siempre, pero me sentía diferente, como si cada persona y cada vehículo fueran una amenaza. A partir de entonces, empecé a salir con mis compañeros y a buscar otras rutas más transitadas. Aunque conociera bien el barrio, aquella noche me enseñó lo vulnerable que uno puede llegar a estar en la penumbra de la ciudad. Comparto mi relato porque quiero que nadie más baje la guardia. La Merced y sus alrededores pueden volverse un laberinto solitario pasada la medianoche. Aun cuando parezca que estás a salvo, es mejor no confiarse. No hubo ningún suceso sobrenatural ni un ser de tumba que me atormentara; el terror provino de personas reales, que me acecharon sin piedad. Hoy, cada vez que oigo un auto disminuir la marcha cerca de mí, revivo un pedazo de esa madrugada. Por fortuna, salí con vida y con una lección que me acompañará siempre. En esta ciudad, el peligro puede encontrar a cualquiera y, a veces, la única salida es correr, buscar ayuda y no perder la esperanza de que, en medio de la noche, también existan manos solidarias dispuestas a brindarnos un refugio por mínimo que sea.

historia 3

Nunca creí que caminar por los túneles y callejones al terminar mi turno de trabajo pudiera tornarse tan peligroso. Trabajo como ayudante en una cafetería junto a la Universidad de Guanajuato. Ese día cerramos tarde por un evento de estudiantes y terminé recogiendo y lavando trastes hasta pasada la medianoche. Salí con la esperanza de tomar un taxi, pero no encontré ninguno en la plazuela de San Fernando. Aun con cansancio, decidí cruzar el callejón del Beso y descender por uno de los túneles que llevan al Mercado Hidalgo. Mientras bajaba los escalones empedrados, me di cuenta de que apenas quedaban unos cuantos focos amarillentos iluminando el pasaje. Solo se escuchaban mis pisadas y, lejos, el eco de risas dispersas. Siempre creí que conocía bien la zona, pero esa noche la ciudad parecía extraña. Cada puerta cerrada y cada esquina oscura daban la impresión de esconder algo que prefería no descubrir. Cuando entré al túnel, noté a un hombre recargado en la pared, con la cabeza baja y una gorra que ocultaba su rostro. Sentí que me observaba aunque no se movía. Aceleré el paso, pero al poco rato escuché que se ponía en marcha tras de mí. Mi corazón se agitó. Intenté no voltear, convencido de que tal vez solo se dirigía a otro lugar, pero en el silencio del túnel sus pasos resonaban cada vez más cerca. Al llegar a la salida que conecta con la calle, me bloqueó el paso. Se notaba la urgencia en su mirada cuando dijo: —Dame lo que traigas. Saqué la cartera con manos temblorosas y se la entregué. Aun así, no se movió. Me percaté de que quería también mi teléfono, así que se lo di esperando que se marchara de inmediato. Para mi sorpresa, exigió que lo acompañara a otro túnel más solitario. Entré en pánico. Miré a ambos lados y, en una reacción desesperada, me solté de su mano y corrí de vuelta hacia los escalones. Sentí que me seguía de cerca. Subí tan rápido como pude hasta llegar a la plazuela de San Roque, donde un pequeño grupo de jóvenes tocaba la guitarra. Al verme llegar agitado, dejaron de tocar. Volteé hacia atrás y ya no vi a mi perseguidor. Los muchachos se alarmaron al notar mi estado; les pedí que llamaran a la policía. Cuando llegaron, ya era tarde: el hombre se había esfumado por los laberintos de la ciudad. Me recomendaron no transitar solo a esas horas, sobre todo por los túneles, donde casi no hay vigilancia. Cuando llegué a mi casa, no pude pegar ojo. A la mañana siguiente, la ciudad seguía luciendo igual de pintoresca y alegre, como si nada hubiera pasado. Pero yo sabía que en la penumbra de sus túneles me había topado con un peligro muy real. Cuento esto para que quien lea mi experiencia entienda que, en Guanajuato, detrás de sus calles coloniales y su ambiente festivo, también hay rincones donde uno puede encontrarse con la peor cara de la noche. Y aunque sigo amando mi ciudad, aprendí a no confiarme. Ahora, por más familiar que parezca el camino, evito andar solo y procuro buscar rutas iluminadas o pedir un taxi seguro. A veces basta una única madrugada para mostrarnos que, incluso en los lugares más hermosos, la oscuridad puede volverse amenazante en un instante. [Música] HISTORIA 4: Un repartidor en Xalapa Siempre he trabajado como repartidor de comida y creía que, mientras fuera cuidadoso, nada grave me pasaría en las calles. Pero una madrugada cambió por completo mi forma de ver la ciudad. Aquel día, el último pedido se retrasó más de lo habitual, así que terminé rondando la zona del mercado Los Sapos cerca de la 1 de la mañana. Entregué el pedido y, para encontrar transporte, decidí irme caminando un par de calles hasta una avenida con más tráfico. El viento húmedo del puerto cercano se sentía en el aire, y solo se escuchaban mis pasos y el lejano ladrido de algunos perros. Mientras avanzaba por la acera, un auto se detuvo a media cuadra con los faros apuntando hacia mí. No le di demasiada importancia hasta que vi descender a tres personas. Uno de ellos, con chamarra negra, miró en mi dirección y comentó algo a los otros. Fue entonces que sentí un impulso de continuar sin voltear. Pero conforme me acercaba, noté que se desplegaron en la banqueta, como bloqueándome el paso. Sin pensarlo dos veces, crucé la calle y aceleré, esperando esquivarlos. Aun así, sentí que venían detrás de mí. Uno gritó: “¡Eh, compa, ven!”. Apresuré el paso y me dirigí a una tienda que aún tenía la cortina a medio cerrar. Cuando asomé la cabeza, el encargado me recibió con desconfianza, pero al explicarle que me seguían, me permitió entrar. Casi al instante, escuchamos pasos frente a la tienda. La puerta no tenía seguro, así que la empujaron a medias y dejaron ver sus siluetas. El encargado se armó con un fierro que guardaba en la bodega y, al verlo, los hombres se miraron entre sí. Al fin retrocedieron, soltando insultos antes de marcharse. Pasé casi media hora adentro, esperando que se alejaran del todo. Al salir, el empleado me ayudó a conseguir un taxi que pasaba por ahí. Me subí sintiendo un gran alivio. Cuando llegué a casa, fue imposible dormir. Mi familia se enteró al verme nervioso y no dejaban de preguntarme qué había pasado. Al día siguiente, hablé con mi jefe y acordé limitar mis entregas a horarios menos conflictivos. A veces, la noche en Xalapa puede ser tan silenciosa que uno olvida cuán expuesto queda ante la gente equivocada. Contar esta experiencia no la borra de mi mente, pero espero que sirva de advertencia a cualquiera que crea que no pasa nada si se confía en la madrugada. Basta toparse con unas cuantas miradas para descubrir lo vulnerable que uno puede llegar a estar.